Abril Acosta y Ricardo Reza
En la educación superior pública mexicana crece una tensión de fondo: mientras que desde el discurso oficial se plantea que la inteligencia artificial (IA) transformará prácticas y resultados, su uso se incrementa sin lineamientos claros, sin una adecuada formación docente y estudiantil, ni mecanismos efectivos para supervisarla. La IA se emplea cada vez más dentro y fuera de las aulas, pero sabemos poco —casi nada— sobre si potencia capacidades o, por el contrario, puede reducirlas o incluso fomentar malas prácticas como el plagio y el fraude académico.
A nivel internacional, foros impulsados por la UNESCO y la OEI han insistido en la necesidad de plantear principios como la transparencia, ética y gobernanza en el uso de IA, pero en México no hay regulación sectorial específica para su uso en educación superior; prevalecen referencias generales y lineamientos no vinculantes. Tampoco se han debatido iniciativas como el prototipo de política pública sobre IA Open Loop México (INAI, BID y Meta, 2023)1. El Observatorio de Inteligencia Artificial en la Educación Superior (OIIAES) impulsado por la SEP, la ANUIES y algunas universidades, ha buscado articular políticas públicas, capacitación y principios éticos, pero sus propuestas aún no se traducen en marcos vinculantes y no se han incorporado las opiniones de diversas universidades. Además, la Ley Federal para el Desarrollo Ético, Soberano e Inclusivo de la IA es escasamente conocida y sus efectos en la vida universitaria siguen siendo marginales.
Es necesario preguntarnos: ¿hacemos un uso efectivo y ético de la IA en la educación superior? Ante la ausencia de normas generales y marcos institucionales, sin alfabetización digital suficiente ni espacios para reflexionar críticamente sobre su implementación, la IA podría potenciar la investigación, pero también debilitar la enseñanza, profundizar brechas digitales y precarizar el trabajo docente. Las tecnologías autogenerativas pueden al mismo tiempo permitir que se completen procesos en menos tiempo, pero también una sobrecarga de tareas de supervisión docente, concentración de funciones y presión para generar productos académicos en menos tiempo, reduciendo la autonomía y las condiciones laborales. Estos procesos reconfiguran el perfil, las prácticas y el rol del personal académico, pues si bien la IA permite mejorar el desempeño, también puede conducir a una desprofesionalización progresiva: fragmentación de tareas y pérdida de reconocimiento, con efectos en la calidad educativa y en la docencia e investigación como actividades intelectuales y socialmente comprometidas.
La IA no es neutra ni inevitable, su despliegue responde a decisiones políticas, pedagógicas y de investigación, con efectos tangibles en la vida académica y laboral. Incorporarla requiere acciones concretas: regulación efectiva y democrática, gobernanza participativa, órganos especializados, formación crítica y mecanismos de participación activa de la comunidad universitaria. No está claro si podremos lograrlo a la velocidad con la que avanza la tecnología, pero sin estas salvaguardas, las promesas de innovación corren el riesgo de transformarse en procesos opacos y una mayor desigualdad. Abril Acosta, UAM Xochimilco: aacosta@correo.xoc.uam.mx
Ricardo Reza, Centro de Actualización del Magisterio en la Ciudad de México: ricardoa.rezaf@aefcm.gob.mx