Mery Hamui Sutton
En su reciente artículo publicado en The Chronicle of Higher Education, el antropólogo Arjun Appadurai —una figura clave en los estudios sobre cultura y globalización— plantea una advertencia provocadora: la universidad está secuestrada. Bajo el título “The University Is a Hostage. But There’s Hope” Appadurai advierte que el debilitamiento universitario no es casual: la universidad ha cedido funciones y se ha transformado en una esfera pública al servicio de necesidades médicas, pastorales, tecnológicas y políticas que corresponden a otras instituciones sociales.
Entre los factores que han contribuido a este fenómeno, el autor señala la sumisión de los rectores universitarios y la influencia de las redes sociales, la “plataformización” de la vida académica (que ha dado voz a grupos marginados, pero también fomentado escándalos, ataques, censura y miedo), y la expansión de funciones hacia actividades no académicas, como terapias o justicia social. Esto, sumado a la presión de una política de victimización falsa, ha colocado a las universidades entre dos fuerzas: los filisteos de derecha y los gestores de virtudes de izquierda, ambos con agendas morales rígidas y oportunistas, alejándolos de la función académica de enseñar, investigar y formar pensamiento crítico.
Otro factor clave en esta crisis es la excesiva influencia de las juntas de gobierno (boards of trustees), que han dejado de ser garantes de la autonomía académica y se han convertido en plataformas para intereses externos, muchas veces económicos o partidistas. Esta captura institucional, alerta Appadurai, socava la credibilidad de la universidad y pone en riesgo su independencia.
Sin embargo, el diagnóstico no es totalmente pesimista. El autor sostiene que aún es posible rescatar a la universidad si se enfrentan tres amenazas: el miedo que paraliza a la comunidad académica, el silencio frente a la injusticia y la indiferencia hacia la verdad. Frente a estos males, propone recuperar el compromiso con la misión universitaria y democratizar la toma de decisiones dentro de las instituciones.
En concreto, sugiere reformar los consejos directivos para que incluyan no solo a empresarios y donantes, sino también a profesores, investigadores y miembros de la sociedad civil, creando mecanismos de supervisión y rendición de cuentas. También urge recentrar el papel del estudiante: no está en la universidad para ser un cliente satisfecho, sino para aprender a pensar, equivocarse y construir un futuro en medio de la incertidumbre.
Propone defender la misión académica y fomentar una nueva alfabetización profunda que prepare a los estudiantes para futuros inciertos, no sobre cánones del pasado, sino sobre archivos de ideas inacabadas o fracasadas que nos permitan imaginar futuros posibles. Asimismo, es necesario poner límites al daño que provocan las redes sociales en la vida universitaria. Urge controlar el daño que causan las redes sociales dentro de la academia, rescatando el respeto mutuo y el pensamiento crítico frente a la cultura de la cancelación y las batallas por superioridad moral.
Aunque el contexto universitario varía entre regiones, la pregunta de fondo es común: ¿qué debe ser hoy una universidad? En tiempos de crisis, conviene no perder de vista el bosque por mirar unos cuantos árboles enfermos. Más que nunca, necesitamos defender la producción autónoma de conocimiento como un bien público esencial para la democracia.