Cuando Eduardo Galeano escribió en El libro de los abrazos “Dijo que había contemplado desde arriba la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos”, nos regaló una metáfora luminosa sobre la humanidad.
En un mundo donde prevalecen las sombras de la desigualdad, los conflictos y desafíos globales, el brillo de algunos fuegos destaca por su capacidad para iluminar caminos de esperanza y transformación. Uno de esos fuegos fue el papa Francisco.
Nacido con el nombre secular de Jorge Mario Bergoglio, en 1936, en Buenos Aires, Argentina, deja tras de sí un legado que trasciende a la Iglesia católica. Su vida y obra son testimonio de humildad, justicia social y compromiso con las personas más vulnerables.
Desde su elección, en 2013, destacó como el primer papa latinoamericano y jesuita, un hecho histórico que marcó un cambio significativo en el tono y enfoque de la Iglesia. Y a partir de entonces comenzó a hacerse célebre por sus palabras, sus frases e ideas que quedarán para la posteridad.
Su decisión de adoptar el nombre de Francisco no fue casual: lo hizo en honor a san Francisco de Asís, el santo de la pobreza, la paz y el amor por la naturaleza. “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres!”, dijo al explicar el porqué del nombre.
Desde el inicio dejó claro que su prioridad serían las personas pobres, las olvidadas, las descartadas de un sistema global que margina a millones. Durante sus 12 años de pontificado, llevó a cabo transformaciones profundas al interior de la Iglesia. Reformó estructuras financieras, combatió la corrupción y los abusos y abrió espacios para la participación de las mujeres. Como afirmó: “La inclusión de la mujer no es una moda feminista, es un acto de justicia”.
Con claridad y valentía, habló de corrupción, de indiferencia, de inequidades profundas. Pero, más allá de las palabras, impulsó y llevó a cabo acciones concretas. “La desigualdad es la raíz de los males sociales”, expresó alguna vez, y promovió una visión integral de justicia social, equidad económica, respeto por el prójimo y por la naturaleza.
No temió levantar la voz cuando otros optaban por el silencio. Su apuesta por el diálogo interreligioso, su impulso a la mediación diplomática en conflictos y su constante recordatorio de que el prójimo es quien más necesita de nosotros, lo convirtieron en una figura moral que hoy trasciende credos y fronteras. “No hay jamás lugar para la barbarie bélica”, escribió en su libro Les pido en nombre de Dios.
Su muerte, en plena Semana Santa, sacudió al mundo entero. No sólo a la feligresía católica, sino también a quienes, desde distintas trincheras, reconocimos en él una voz valiente en tiempos de incertidumbre.
Porque Francisco fue, ante todo, un líder ético que puso a las personas pobres, a las migrantes y a las olvidadas en el centro del debate internacional, tal y como lo señaló: “No podemos acostumbrarnos a la pobreza y la miseria que vemos en el mundo”.
“El verdadero poder es el servicio”, también afirmó alguna vez, y no se detuvo ante las desigualdades estructurales que genera el neoliberalismo. Su mensaje incomodó a quienes deseaban una Iglesia dócil respecto al poder económico. Llegaron a tildarlo de comunista, de populista, de revolucionario, sin comprender que simplemente estaba siguiendo el ejemplo de Jesús de Nazaret.
Su vida austera fue una convicción que abrazó hasta el último día. Pidió que sus restos descansaran en un nicho sencillo, en la Basílica Papal de Santa María la Mayor, de Roma, con una simple inscripción: “Franciscus”. Así quiso ser recordado, como un servidor, no como un soberano, pues consideraba que “La política, tan denigrada, es una forma altísima de caridad, porque busca el bien común”.
Miles de personas acudieron a darle el último adiós. No fue sólo un homenaje a un líder religioso, sino a un hombre que encarnó los valores universales de la humildad, la justicia, el amor y la dignidad humana. A muchos les pareció un peligro, porque sus ideas cuestionaban los cimientos de un sistema voraz.
Pero esa fue precisamente su grandeza: haber sido un papa guerrero, un papa valiente, un papa transformador, fiel a uno de sus principios hechos frase: “No tengamos miedo de la bondad ni de la ternura”.
Su legado se vuelve una brújula moral indispensable. Nos recuerda que la verdadera grandeza de una sociedad no está en el brillo de sus élites, sino en la dignidad de sus más pobres; que el poder verdadero radica en el servicio.
Francisco nos deja la tarea urgente de seguir construyendo un mundo donde nadie se quede atrás. Su paso entre nosotros fue el de un fueguito que supo encender conciencias y corazones, y hoy, más que nunca, necesitamos mantener encendida esa llama, para que “No nos dejemos robar la esperanza”, como él deseaba. Coordinador de los diputados de Morena.
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bmc