En las últimas décadas, la discusión sobre el derecho a morir ha dejado de ser un asunto moral o religioso para convertirse en uno de los dilemas constitucionales y legales más profundos de nuestro tiempo. No se trata de decidir si la muerte es inevitable —sabemos que lo es—, sino de determinar cuándo y cómo el Estado debe reconocer la libertad de cada persona para decidir sobre su propio final. Detrás de esa pregunta se esconde otra, más silenciosa y más radical: ¿la dignidad humana termina cuando comienza la agonía o nos acompaña hasta el último aliento?

El reciente caso de Uruguay marca un hito regional. Con la aprobación de su Ley de Muerte Digna, el pasado 15 de octubre, ese país se convirtió en el primero de América Latina en legalizar la eutanasia mediante deliberación parlamentaria. La norma no glorifica la muerte, sino que reconoce jurídicamente la autonomía existencial de quien padece un sufrimiento irreversible y desea poner fin a su vida con asistencia médica, en condiciones de respeto, paz y control. “El que quiera eutanasia que la pida, y el que no la quiera que la rechace”, dijo uno de los impulsores de la ley. La frase, más que un argumento político, expresa una convicción ética: la libertad no se extingue en la enfermedad.

México, en cambio, permanece detenido en un modelo tutelar, que autoriza rechazar tratamientos mediante las leyes de voluntad anticipada, pero niega la posibilidad de decidir sobre el morir. Se nos ofrece la alternativa de los cuidados paliativos, concebidos como la frontera humanitaria del sistema de salud. Sin embargo, el Atlas Mexicano de Cuidados Paliativos 2023 muestra un panorama preocupante: la mitad de los profesionales desconoce la existencia de políticas estatales en la materia; solo un 10 % de las unidades médicas dispone de morfina oral; y menos del 15 % de las facultades de medicina enseña cuidados paliativos en el pregrado. Así, la muerte digna no es un derecho garantizado, sino un privilegio geográfico y socioeconómico.

Europa ofrece una referencia útil. El EAPC Atlas of Palliative Care in the European Region 2025 reporta más de 7 mil servicios especializados, con integración de los cuidados paliativos en la atención primaria en el 76 % de los países. En 21 naciones, la medicina paliativa ya es una especialidad reconocida, y 15 sistemas universitarios imparten su enseñanza obligatoria. Estas cifras suponen un cambio civilizatorio: Europa ha entendido que morir sin dolor es también un derecho humano y que el Estado debe asegurar las condiciones materiales para ejercerlo.

Frente a ello, el Estado mexicano tiene un reto pendiente: Hemos constitucionalizado la dignidad humana y la autonomía de la voluntad, pero seguimos considerando la muerte como un hecho médico-administrativo.

Discutir el derecho a morir no implica promover la muerte, sino humanizar el proceso de morir. Significa reconocer que el sufrimiento evitable es, en sí mismo, una forma de trato inhumano. Uruguay nos enseña que la libertad puede ejercerse hasta el final; Europa, que los cuidados paliativos son la infraestructura ética de esa libertad. México tiene ante sí una tarea que no debe ni puede postergar: construir un marco jurídico y sanitario que permita morir con la misma dignidad con que aspiramos a vivir.

Porque el derecho a morir, no es una renuncia a la vida, sino su última afirmación: el acto consciente de quien, aun frente a la muerte, sigue siendo dueño de si mismo.

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