El juicio de amparo es, sin duda, la institución más distintiva del constitucionalismo mexicano. Nació como un instrumento jurídico destinado a proteger a las personas frente a los actos del poder público y a salvaguardar la supremacía de la Constitución.

Su lógica es clara: cuando la autoridad excede los límites que la ley le impone, el ciudadano puede acudir ante el Poder Judicial de la Federación para restaurar el orden jurídico vulnerado. Con el paso del tiempo, el amparo ha adquirido una naturaleza más amplia, convirtiéndose en un mecanismo que también protege frente a actos de particulares que actúan con facultades equiparables a las de una autoridad.

Su importancia radica en que permite materializar la justicia constitucional. En un sistema en el que el poder tiende a expandirse, el amparo opera como contrapeso institucional. No se trata solo de un procedimiento técnico, sino de un principio de civilidad jurídica: ninguna persona debe quedar indefensa ante el abuso del poder. Por ello, el juicio de amparo se considera no solo una herramienta procesal, sino una garantía esencial del Estado constitucional de derecho.

La historia de esta institución es también la historia del desarrollo del constitucionalismo mexicano. Surgió en Yucatán en 1841 con Manuel Crescencio Rejón, quien planteó la necesidad de un tribunal que “amparara en el goce de sus derechos” a los ciudadanos frente a las providencias arbitrarias. Años después, Mariano Otero adaptó esa idea al contexto federal mediante el Acta Constitutiva y de Reformas de 1847. La Ley Orgánica de 1869, promulgada por Benito Juárez, le dio estructura normativa definitiva y lo consolidó como una aportación mexicana al derecho universal. Su evolución culminó con la Constitución de 1917 y la Ley de Amparo vigente desde 2013, que amplió su alcance a la protección de derechos humanos reconocidos en tratados internacionales.

Hoy, casi dos siglos después, el amparo enfrenta una nueva encrucijada. El pasado 15 de septiembre de 2025, la presidenta de la República, Dra. Claudia Sheinbaum Pardo, presentó ante el Senado una iniciativa de reforma a la Ley de Amparo, al Código Fiscal de la Federación y a la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa. El propósito declarado es hacer del juicio de amparo un proceso más ágil, accesible y social, acorde con las demandas de un sistema judicial moderno.

La propuesta contiene siete ejes principales: redefinición del interés legítimo, limitación de la suspensión del acto reclamado, establecimiento de plazos procesales, digitalización del procedimiento, restricción en la ampliación de la demanda, fortalecimiento del cumplimiento de sentencias y armonización con la legislación fiscal y administrativa. En conjunto, se trata de una reforma estructural que pretende optimizar la tramitación del amparo y reducir los márgenes de discrecionalidad y demora.

Entre sus aspectos positivos puede destacarse la intención de modernizar la justicia constitucional, fijar plazos ciertos y fortalecer el uso de tecnologías digitales sin excluir a quienes opten por el formato tradicional. También resulta favorable que las sanciones por incumplimiento de sentencias recaigan en los órganos de gobierno y no directamente en los funcionarios, lo cual puede alentar un cumplimiento institucional más efectivo.

No obstante, la propuesta plantea dilemas relevantes. La nueva definición de interés legítimo —que exige una afectación real, actual y diferenciada— podría restringir el acceso de quienes defienden derechos colectivos o difusos. Las limitaciones a la suspensión de actos en materia financiera, fiscal o penal reducen la eficacia cautelar del amparo, debilitando su función preventiva. Asimismo, la improcedencia de ciertos recursos en el ámbito tributario podría cerrar espacios al control judicial de la administración fiscal. Estas modificaciones, si bien buscan eficiencia, podrían traducirse en una menor amplitud de tutela frente al poder.

El Senado de la República ya aprobó la minuta correspondiente, y ahora corresponde a la Cámara de Diputados analizar, discutir y, en su caso, ratificar las reformas. En este punto, el debate no debería centrarse únicamente en la conveniencia técnica, sino en la dimensión constitucional de las modificaciones: hasta qué punto modernizar el procedimiento implica alterar el sentido protector del amparo.

El juicio de amparo nació para equilibrar la relación entre autoridad y persona; para que el poder no fuera ilimitado y la justicia no dependiera de la voluntad política. Cualquier intento por perfeccionarlo debe tener como horizonte ese mismo espíritu. De lo contrario, el país correría el riesgo de transformar un instrumento de libertad en un procedimiento de conveniencia programática. La verdadera encrucijada del amparo mexicano no está en su forma, sino en su fidelidad a la idea que lo vio nacer: la de que, por encima de todo poder, debe existir un derecho que proteja a la persona.

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