México vive una de las etapas más complejas de su historia contemporánea. La violencia, la impunidad y la desigualdad no son hechos aislados ni coyunturales, sino síntomas de un proceso de descomposición institucional y social que exige una respuesta integral. En este contexto, el debate público suele centrarse en el “qué” y el “quién”, pero rara vez en el “cómo”. Y es precisamente en esa pregunta —en el cómo reconstruir el tejido social y restituir la legitimidad del Estado— donde se juega el porvenir democrático de la nación.
El primero de noviembre fue asesinado Carlos Manzo, presidente municipal de Uruapan, Michoacán, un hombre que había hecho de la confrontación al crimen organizado una forma de ejercicio político. Su muerte, a diferencia de tantas otras, fue recibida con una indignación colectiva y peculiar: en las redes sociales se avivó la llama de un país que pareciera, por momentos, ya no asombrarse.
Tres días después, el cuatro de noviembre, la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo fue acosada sexualmente: un hombre la besó por la nuca y la tocó sin su consentimiento. El contraste entre ambos episodios —un homicidio y un acto de violencia sexual— no debería ocultar lo que comparten: ambos son expresión de una misma patología social, la normalización de lo violento.
Vivimos en una sociedad donde la violencia ha dejado de ser una disrupción del orden para convertirse en su motor. La violencia no sólo se tolera: se espera. Tanto el asesinato de un alcalde como el acoso a la primera mandataria sucedieron a la vista de todos. Pero mientras, en la narrativa pública, el primero se asume como el precio de desafiar al crimen, el segundo se diluye en la indulgencia de llamarlo “imprudencia”. La diferencia está en los titulares: la violencia contra el poder masculino provoca indignación; contra el femenino, apenas curiosidad. Ambas expresiones nacen de la misma raíz: una sociedad que ha hecho de la violencia una costumbre.
Las cifras lo confirman. El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) estima que en México viven más de 38 millones de niñas, niños y adolescentes, de los cuales el 63 % sufre agresiones físicas o psicológicas dentro de su entorno familiar o escolar. Esa violencia temprana no se queda ahí: se proyecta sobre las relaciones sociales y políticas de la vida adulta. De ahí que, en 2021, de acuerdo con la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH), el 70.1 % de las mujeres de quince años y más haya experimentado algún tipo de violencia a lo largo de su vida: psicológica (51.6 %), sexual (49.7 %), física (34.7 %) o económica, patrimonial o discriminatoria (27.4 %). Entre octubre de 2020 y octubre de 2021, 42.8 % de ellas volvió a sufrir
alguna forma de agresión. No son estadísticas aisladas, sino el retrato sostenido de una estructura que se reproduce con eficacia y que revela, en todos sus niveles, un patrón de impunidad cultural profundamente arraigado.
La violencia mexicana no se explica únicamente por la presencia del crimen organizado ni por la debilidad institucional. Tiene raíces más hondas, que atraviesan la educación, la familia y la vida cotidiana. Desde la infancia, se enseña que la autoridad se impone mediante el castigo; que la masculinidad se demuestra a través de la fuerza; que el conflicto se resuelve humillando. En ese contexto, la violencia deja de ser un desvío del orden moral para convertirse en su eje organizador. Lo que llamamos “normalidad” no es sino la perpetuación de distintas formas de dominación.
No es necesario apartar la mirada para reconocer el deterioro profundo del tejido social en México. La violencia, en sus múltiples expresiones, ha dejado de ser un fenómeno aislado para convertirse en una constante que atraviesa la vida cotidiana, las instituciones y los espacios públicos. Se trata de una violencia estructural y multifactorial que no distingue ideologías, credos ni condiciones económicas. México sangra, no sólo por las balas, sino por la indiferencia: por la erosión de la confianza pública, por la impunidad institucionalizada y por la normalización del miedo como forma de convivencia.
El diagnóstico es ineludible. Pero el verdadero desafío es responder a la pregunta que da título a estas líneas: ¿cómo revertir una crisis que no es únicamente de seguridad, sino también de valores, de legitimidad y de cohesión social?
En primer término, es necesario asumir que la política criminal del Estado mexicano debe evolucionar de un enfoque reactivo a uno preventivo y restaurativo. La seguridad no puede seguir reduciéndose a la contención policiaca ni al incremento punitivo de las sanciones. Resulta indispensable fortalecer los mecanismos de prevención situacional y social del delito, así como promover políticas de justicia cívica y mediación comunitaria que reduzcan la conflictividad antes de que ésta escale a la violencia penal.
En segundo lugar, urge consolidar un sistema nacional de educación para la paz y la legalidad, con sustento constitucional y pedagógico. La educación emocional, la formación en derechos humanos y la cultura de la corresponsabilidad deben incorporarse al currículo escolar con el mismo rigor que las ciencias exactas. Solo así podrá reconstruirse la noción de ciudadanía como práctica activa de respeto, solidaridad y reconocimiento mutuo.
En tercer lugar, la cultura debe dejar de concebirse como un accesorio presupuestal y asumirse como política de Estado. El arte, el deporte y la lectura no son distracciones: son expresiones de resiliencia social y de contención de la violencia. El gasto público en cultura es, en términos constitucionales, una inversión en el desarrollo integral de la persona y, por tanto, una herramienta de seguridad humana.
Asimismo, es imperativo fortalecer el andamiaje institucional de la prevención social de la violencia, hoy disperso entre dependencias. Se requiere una coordinación efectiva entre los tres niveles de gobierno, con participación ciudadana vinculante, para generar diagnósticos territoriales y estrategias locales de atención al riesgo.
Pero ninguna reforma institucional bastará si no se restaura el pacto ético de la convivencia. El artículo 1º constitucional reconoce la dignidad humana como fundamento del orden jurídico; sin embargo, en la práctica, esta cláusula se ha vaciado de contenido. Es momento de reactivar ese principio como eje de la acción pública: educar en empatía, en respeto y en sensibilidad, no como consigna moralista, sino como mandato constitucional de convivencia democrática.
En ese proceso, es imprescindible abordar de manera integral la masculinidad tóxica, no como un problema marginal, sino como un componente estructural de la violencia. La reconstrucción del tejido social exige desmontar los patrones culturales que asocian el poder con la dominación y la virilidad con la imposición. Los servidores públicos deben ser los primeros en transitar hacia nuevas formas de masculinidad, basadas en la corresponsabilidad, la ética del cuidado y la sensibilidad institucional. Ningún esfuerzo por la paz será auténtico si el propio Estado —en su burocracia, en su lenguaje y en su trato cotidiano— reproduce los gestos de la subordinación, el desprecio o la violencia simbólica.
Por ello, toda política de prevención de la violencia debe incluir procesos de reeducación de género dentro del servicio público, con protocolos de sensibilización obligatoria, formación continua en igualdad sustantiva y mecanismos de sanción no solo jurídica, sino también social y administrativa, frente a las conductas que perpetúan la cultura patriarcal. Desarmar la violencia estructural implica desarmar también la masculinidad hegemónica que la legitima.
Frente a ello, hablar de una cultura de paz puede parecer ingenuo. Sin embargo, en la medida en que esa cultura implique la sustitución del control por la corresponsabilidad, del miedo por el diálogo y de la fuerza por el reconocimiento mutuo, se convierte en una forma de resistencia. No se trata de idealismo, sino de un proceso pedagógico y político: reconstruir los vínculos primarios desde donde se origina la violencia.
La paz no es un estado; es una práctica cotidiana y permanente. Carlos Manzo y Claudia Sheinbaum representan dos manifestaciones de una misma realidad: la erosión del límite moral frente a la agresión. Uno fue asesinado por ejercer el poder con valentía; la otra fue violentada por encarnarlo. En ambos casos, la violencia surge del mismo sustrato cultural que legitima la transgresión del otro.
La transformación que México requiere no emanará de un solo liderazgo ni de un nuevo régimen, sino de una ciudadanía consciente, corresponsable y reconciliada consigo misma. Porque el Estado de Derecho se construye en cada hogar, en cada aula, en cada gesto de respeto cotidiano.
México no necesita un redentor, sino una sociedad que asuma la legalidad, la justicia y la empatía como los cimientos de su futuro común.

