Por Christian Kaye
La recaudación fiscal en México está atravesando una etapa peculiar. Hace unos días, se dio a conocer que durante el primer trimestre de 2025, el Servicio de Administración Tributaria (SAT) recaudó más de 177 mil millones de pesos por concepto de fiscalización a grandes contribuyentes. Esto representa un incremento real de 74.7% respecto al mismo periodo del año anterior. Un logro que, sin duda, destaca. Pero no por ello deja de levantar cejas.
Sin necesidad de incrementar tasas ni de aprobar una reforma fiscal, el gobierno federal ha logrado aumentar su recaudación. ¿Cómo? A través de una estrategia basada en el endurecimiento de las facultades de comprobación, mayor eficiencia administrativa (como ha reconocido el propio SAT) y una presión dirigida a un grupo muy específico: los grandes contribuyentes, que apenas representan el 0.2% del total de causantes en el país, pero aportan el 52% de los ingresos tributarios.
Este enfoque, si bien legítimo, plantea cuestionamientos importantes desde el punto de vista jurídico, económico y de política fiscal. En un entorno donde el gasto público ha crecido de manera sostenida desde el último sexenio y la informalidad sigue siendo un reto estructural, el SAT ha optado por concentrar su ofensiva fiscal sobre los mismos jugadores de siempre: las grandes empresas que ya cumplen con sus obligaciones.
El Plan Maestro 2025 del SAT da cuenta de esta estrategia: simplificación, regularización y combate a la evasión. En los hechos, esto se refleja en acciones más contundentes por parte de las autoridades fiscales, como cartas invitación con tono de ultimátum, vigilancia profunda o incluso la suspensión de sellos digitales.
Las empresas, sobre todo las multinacionales con inversión extranjera directa proveniente de Europa o Estados Unidos, evitan la confrontación abierta. Saben que litigar en contra de la autoridad fiscal es riesgoso en lo reputacional, caro en lo económico y, en el contexto actual, incierto en lo jurídico. Imaginemos a una automotriz sin la posibilidad de emitir facturas por la cancelación de sus sellos digitales. Esa sola imagen basta para entender por qué muchas veces las empresas eligen pagar, incluso lo que consideran discutible, en lugar de iniciar un litigio.
La apuesta de la autoridad por intensificar sus procesos de fiscalización se da, además, en un momento institucional delicado. El Estado de Derecho enfrenta señales de debilitamiento tras la reforma al Poder Judicial, que ha puesto en entredicho su imparcialidad. Esta coyuntura plantea un escenario especialmente complejo para los grandes contribuyentes: no sólo deben cumplir con una carga administrativa creciente, sino también anticipar que los espacios de defensa ante actos arbitrarios podrían verse reducidos. En este entorno, el fortalecimiento del compliance fiscal deja de ser una buena práctica para convertirse en una necesidad estratégica, que exige asesoría técnica especializada y una lectura atenta del nuevo equilibrio institucional.
En ausencia de una reforma fiscal integral que amplíe la base gravable e incorpore a los sectores informales (donde se encuentra una porción significativa de la economía nacional), la carga recae, una y otra vez, sobre quienes ya están en el radar. La opción de incrementar tasas a ciertos sectores ha sido políticamente inviable, y hablar de nuevos impuestos sigue siendo políticamente intocable, tanto para el gobierno como para la oposición. ¿Qué ruta queda? Apretar más a los muy pocos que ya contribuyen.
Y aquí es donde el sistema se estira peligrosamente. No porque las acciones del SAT sean ilegales —en la mayoría de los casos, no lo son—, sino porque tienden a generar una percepción de “terrorismo fiscal” que tiene el peligro de erosionar la confianza empresarial. La fiscalización puede ser legítima, pero cuando se vuelve reiterada, retroactiva y agresiva, amenaza con convertirse en un freno a la inversión, especialmente en sectores con bajo apetito al riesgo.
Además, debemos advertir que esta estrategia puede escalar. Hoy se fiscaliza con dureza al gran contribuyente. Mañana podría ser la mediana empresa la que enfrente presiones similares. La autoridad tiene cinco años para revisar ejercicios anteriores, lo que amplía el margen para requerimientos, ajustes y auditorías que, en su conjunto, pueden representar una incertidumbre permanente.
Es necesario abrir una discusión seria, técnica y políticamente viable sobre el sistema tributario mexicano. Los principios de proporcionalidad y progresividad no deben ser letra muerta en las jurisprudencias de la Corte. Que más mexicanos paguen impuestos y que los que pueden pagar más lo hagan con tasas razonables y predecibles no es solo justo: es esencial para construir un sistema fiscal sostenible.
Por lo pronto, podemos anticipar que el SAT seguirá recolectando resultados sin necesidad de una reforma fiscal. Sin embargo, la pregunta no es cuánto se recauda, sino cómo. Porque la eficiencia recaudatoria puede ser aplaudible, pero la dependencia crónica de un universo reducido de contribuyentes es, sin ninguna duda, una vulnerabilidad.
Socio de Pérez-Llorca en el área de Fiscal