CARLOS VILALTA
A propósito del cambio de sexenio, una revisión las tasas de homicidio en México entre 1990 y 2022 (con datos de INEGI) nos deja una lección muy clara: las causas estructurales de la violencia nunca han sido atendidas. Pese a los cambios sexenales, lo que permanece es una violencia homicida alta, y con un notorio empeoramiento a partir de 2008 y que persiste hasta la actualidad (el gráfico de tendencias se puede ver aquí: https://www.carlosvilalta.org/blog/tasas9022). A reserva de equivocarme, yo veo cuatro etapas de la violencia desde 1990. En esta nota le comento sus diferencias y lo que vale la pena aprender de cada una, que sí es importante.
Primera etapa. La frágil estabilidad (1990–2007). En esta etapa, la más larga de todas las comentadas aquí, vivimos un descenso gradual en las tasas de homicidio, desde niveles cercanos al 18-19 homicidios por cada 100 mil habitantes hasta mínimos históricos por debajo de 9 hacia 2007. Esta disminución gradual en las tasas de homicidio podría atribuirse a varios factores, aunque algunos de ellos no necesariamente se derivan de una política de seguridad pública efectiva y estructurada. Este descenso fue más bien resultado de una pax narca prolongada, es decir, un acuerdo implícito o explícito entre el gobierno y ciertos grupos criminales, donde éstos últimos, especialmente antes de su fragmentación, operaban con relativamente poca confrontación entre ellos y con el Estado. Esto creó una estabilidad frágil. En importante también considerar que la administración de Vicente Fox dada por la transición democrática de 2000, con el cambio de partido en el poder, no inició una guerra frontal contra los cárteles, lo que mantuvo en relativa calma la violencia. Y que, aunque las tasas de homicidio se redujeron, las instituciones de seguridad seguían siendo débiles, y los avances en la reforma policial fueron limitados. Esto permitió que el crimen organizado operara con impunidad en muchas partes del país, creando una estabilidad frágil. El descenso en los homicidios no fue sostenible porque no se abordaron las causas estructurales del crimen organizado, como la corrupción, la impunidad y la falta de inversión en las instituciones de seguridad pública. El equilibrio que existía entonces dependía en gran medida de la capacidad de los grupos criminales para operar con poca interferencia. En este sentido, la caída en la tasa de homicidios fue más el resultado de un malabarismo de poder que de políticas públicas efectivas.
Segunda etapa. El punto de inflexión (2008–2011). El 2008 marca un cambio radical en la estrategia de seguridad en México, cuando el presidente Felipe Calderón decidió lanzar una guerra frontal contra el crimen organizado, creando a la policía federal propulsando al ejército en el combate –ejército que ya se utilizaba con esta función desde hacía décadas, pero no con la intensidad que marcó esta etapa. Esto tuvo como consecuencia una explosión en las tasas de homicidio, ya que los grupos de crimen organizado no solo comenzaron a enfrentarse entre ellos por el control de territorios y mercados ilegales, sino que también se enfrentaron abiertamente contra las fuerzas del Estado. Las tasas de homicidio casi se duplicaron, pasando del mínimo histórico de 8.1 en 2007 a un máximo de 23.4 en 2011, las cuales empezaron una reducción sostenida hasta 2014 y 2015, en el sexenio siguiente. Dos cosas más sucedieron que terminaron de agravar las cosas. Primero, el enfrentamiento directo Estado-Crimen Organizado desató un conflicto violento que no acaba. Segundo, la fragmentación de los grupos del crimen organizado en facciones más pequeñas, ingobernables, y más violentas, dio lugar a una violencia homicida más difusa y más imprevisible. La lección que esta etapa nos deja es que este incremento abrupto de la violencia puso en evidencia que la seguridad pública no es negociable. La seguridad pública no se negocia. Esta etapa dejó al desnudo la fragilidad del equilibrio que había existido previamente. Lo sucedido también no enseñó la incapacidad del Estado para mantener el control del territorio sin depender de las fuerzas armadas. La falta de inversión en la profesionalización de las policías locales se hizo evidente.
Tercera etapa. La consolidación (2012–2017). En esta etapa, ya bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto, aunque al principio hubo una leve reducción de la violencia que inició el sexenio previo, las tasas de homicidio volvieron a aumentar dramáticamente hacia el final de su mandato (pasando de 16.5 a 25.7 homicidios por cien mil habitantes entre 2014 y 2017). Esto indica que la violencia homicida había llegado a un nivel en el que se consolidaba como un problema estructural en México, donde los cárteles ya se habían fragmentado y diversificado en sus actividades, involucrándose en otras actividades delictivas más allá del narcotráfico, como la extorsión, el secuestro y el robo de combustible. Nuevos grupos criminales surgieron en territorios donde no habían existido o no eran tan dominantes. Aunque la administración de Peña Nieto intentó distanciarse de la confrontación Estado-Crimen Organizado, no hubo un cambio estructural en la estrategia de seguridad. Sí debe mencionarse que su gobierno lanzó el Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia, buscando abordar la violencia desde un enfoque preventivo. Pero la falta de financiamiento hacia finales de su periodo, hicieron que este programa, idealmente transexenal, brillara por su ausencia en términos de efectos. A mi entender, el programa sigue sin evaluarse, y las causas estructurales del crimen organizado siguieron sin atenderse. De esta etapa podemos aprender que la diversificación criminal empeoró el problema y que el Estado siguió sin construir liderazgos e instituciones capaces de prevenir y reducir la criminalidad organizada. Los vaivenes en las tasas de homicidios dejaron de ser una anomalía, para ser producto inevitable de lo dejado de hacer antes y durante.
Cuarta etapa. El estancamiento (2018–2022). Bajo la administración de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), la idea de seguridad cambió discursivamente hacia un método denominado de "abrazos, no balazos", es decir, una imagen de pacificación que buscaba evitar una confrontación directa con el crimen organizado. Si Peña Nieto intentó distanciarse de la confrontación proyectando una imagen más centrada en la prevención del delito y la reducción de la violencia, AMLO buscó distanciarse de la confrontación a través de una estrategia de pacificación sobre la premisa de que el combate frontal sólo generaba más violencia. Pero en la práctica, ambas estrategias de distanciamiento dieron los resultados que están a la vista (la tasa no baja de los 25 homicidios por cien mil habitantes desde 2018). El problema es que reducir la confrontación sin combatir las economías ilegales que la motivan, lo único que logra es posponer la confrontación. Tampoco baja si las instituciones, como por ejemplo las fiscalías, siguen como son. Nuevamente, estamos en una estabilidad frágil, pero con tasas de homicidio de más del doble que a inicios de siglo. La creación de la Guardia Nacional para reemplazar al ejército en las tareas de seguridad pública, no lo hace, y deja vacíos en los ámbitos local y estatal, en donde es el crimen organizado el que los está ocupando. De esta etapa de estancamiento en el nivel de homicidio, lo que aprendemos es que, aunque la estrategia de no confrontación ha evitado, tal vez, un incremento de la violencia, nuevamente no se han abordado las causas estructurales que perpetúan la presencia del crimen organizado. Éste sigue operando con impunidad y control territorial, mientras las instituciones locales carecen de la fuerza y legitimidad necesarias para imponer el orden público.
Desde 1990, nuestros gobiernos han sido incapaces de romper el ciclo de violencia homicida porque nunca se han abordado de manera contundente las causas estructurales que perpetúan la criminalidad organizada: corrupción, impunidad, desigualdad y debilidad institucional. Las políticas han oscilado entre la confrontación y el distanciamiento, con lo que ninguna ha logrado desmantelar el entramado económico que impulsa al crimen organizado en primera instancia. Las estrategias de seguridad pública, más que soluciones, han sido emolientes, que apenas y sólo temporalmente han mitigado la violencia sin resolverla de fondo. Mientras el Estado no implemente políticas estructurales, que fortalezcan las instituciones, profesionalicen a las policías locales, y brinden oportunidades económicas a los grupos y comunidades más vulnerables ante al crimen organizado, la estabilidad seguirá siendo frágil y la violencia, más que un estancamiento, pasará a ser un problema crónico de una etapa que nadie quiere.
Académico. Centro de Investigación en Ciencias de Información Geoespacial (CentroGeo)
Página web: www.carlosvilalta.org