Es uno de los libros más importantes que se ha publicado en México en la última década, uno de los que mejor han leído nuestra realidad y quizá, el más desesperanzador. Crisis o Apocalipsis de Javier Sicilia y Jacobo Dayán es una lectura angustiante pero necesaria. Digo más, imprescindible. Una radiografía clarísima de la descomposición del mundo y de México. Una reflexión genuinamente religiosa del desastre a nuestro alrededor. Se trata de un análisis descarnado de las insuficiencias del proyecto de Occidente, con énfasis en lo acontecido en México. Además, un reconocimiento valiosísimo del fracaso de su generación, una autocrítica de sus contemporáneos que la intelectualidad liberal se rehúsa a hacer. Sicilia y Dayán se atreven al diagnóstico sincero de la transición democrática mexicana, lejana en la realidad del paraíso que pintan sus apologistas. Una transición que constituyó un completo fracaso en varios sentidos, pero sobre todo en el más elemental, en el deber primordial de todo estado. Ese nuevo orden político (orden es un eufemismo generoso) fue todo menos ordenado. Dicho en jerga política, no hubo gobernabilidad, o en términos más humanos, la transición falló permanentemente en ofrecer seguridad personal y patrimonial a la población. Los intelectuales de esa generación lloran la muerte de un poder judicial que registraba tasas de impunidad superiores al 90%. Un sistema desprovisto de toda forma de reparación a las víctimas de la inenarrable violencia que azota México. Desde luego, la reforma del poder judicial ejecutada por el gobierno solo empeora dramáticamente la situación, pero no debe oscurecer el hecho de que la transición democrática jamás fue capaz de construir un sistema de justicia digno de ese nombre al alcance de las mayorías. El concepto de separación de poderes le dice muy poco a los cientos de miles de familiares de desaparecidos, asesinados, secuestrados. Para subsanar ese vacío y recordarnos la realidad cotidiana de un aparato judicial inoperante, se alza la voz de la cólera cívica de Sicilia en diálogo con Dayán. El valor del testimonio personalísimo de Sicilia, sumado a la fatiga honesta y el activismo desesperado de Dayán humanizan un debate frío como el mexicano. Crisis o apocalipsis es entonces una contribución valiosísima a la reconstrucción del pasado inmediato.

No obstante, tengo mis reparos al libro. Es muy difícil juzgar con imparcialidad lo escrito por un hombre tan marcado por el horror como Sicilia. Es muy complicado equilibrar la crítica con la sensibilidad al dolor inconcebible de quien pierde un hijo en las condiciones más aterradoras, pero el libro contiene aspectos cuestionables. Primero, el fatalismo profético de Sicilia, inseparable de una convicción religiosa respetable, no necesariamente se sostiene en términos teóricos. Hay una visión de la historia muy marcada por el determinismo místico, como si fuera una serie de pronósticos infalibles por Gracia de Dios. Similar al fatalismo del materialismo histórico marxista, pero con otro signo ideológico. La acción del hombre no puede nada frente al destino. Una interpretación procedente de la lectura de la Biblia, aunque originalmente salida de las tragedias griegas, una obra religiosa invaluable, pero insuficiente como explicación para quienes no comparten su fe. Segundo, la noción siciliana, extraída, según entiendo, de Ivan Ilich, de acuerdo con la cual, el cristianismo inventó la caridad, ejemplificada por la parábola del Buen Samaritano. Esa invención de la caridad, Sicilia la liga inexorablemente con el nacimiento de Occidente. Hay que estirar mucho la liga para asimilar esto. Existen otras interpretaciones donde Occidente nace cuando el individuo como tal irrumpe en la Historia, cuando una persona renuncia a someterse al yugo de la colectividad o, como decía Vargas Llosa, se niega a seguir “la llamada de la tribu.” Es políticamente incorrecto, pero el egoísmo como motor de la historia, ¿No fue lo que permitió el desarrollo de la industria y la productividad a gran escala? Esa industria y productividad a gran escala son las que nos permiten abrigar la esperanza de acabar con el hambre, de proveer un mínimo bienestar material a toda la humanidad. En términos exclusivamente de historia de las ideas, la compasión, la bondad, la generosidad, la empatía, ¿no existían en la tradición grecorromana clásica? ¿Es preciso esperar hasta la aparición del cristianismo para detectar huellas de humanidad en la trayectoria de nuestra especie? Dudoso. La caridad, por extendida que estuviese, no será nunca suficiente para proveer de sustento a la especie. Es un principio de bondad indispensable, pero un concepto muy limitado para gestionar las gigantescas necesidades de la humanidad. A manera de contrapunto, me atrevo a recomendar el libro La tradición cosmopolita: un noble e imperfecto ideal de Martha C. Nussbaum para rastrear los orígenes de Occidente.

Con todo, mi objeción más dura al argumento de Sicilia no es ésa. Con el debido respeto, Sicilia se equivoca. Poniendo de lado toda consideración teórica o intelectual, entiendo la renuncia total a la esperanza de Sicilia, pero no la comparto. Simplificando un poco su argumento, dice usted que este mundo no tiene salvación ni esperanza, que estamos en el final y resulta condenable la indiferencia de las mayorías al dolor de las víctimas. No veo tan claro. Donde usted ve signos de desaliento, yo me mantengo, cuando menos, a la expectativa. Considero que la función del intelectual no es el pesimismo, sino el escepticismo, que no es igual. Fueron ustedes en su movimiento quienes pusieron a temblar a tres presidentes de la República, al grado de que López Obrador tuvo miedo de recibirlos. Esa masa de desposeídos que marcha detrás de usted es la demostración más contundente que yo veo de que hay motivos para la esperanza. El Jefe del Estado mexicano se sintió intimidado por la fuerza y la razón de su movimiento. Acobardado, AMLO prefirió no verlos. El presidente que se decía de izquierda, como si eso le concediera un halo de santidad, el que pontificaba desde la supuesta autoridad moral, le dio la espalda a las víctimas. Solo en Occidente pasa eso, víctimas sin poder político ni económico obligan a retroceder con temor a la máxima autoridad de una comunidad. Estamos formados en esa sensibilidad occidental que usted asocia con el imperialismo, la barbarie tecnológica y el genocidio. En automático, toda persona de bien, en Occidente, se pone de parte de las víctimas. Y hasta el poderoso sabe, en su fuero interno, que las víctimas merecen mucho más que su respeto. Esos medios de comunicación masiva, esas redes sociales y el mundo digital conllevan todos los perjuicios que usted y Dayán mencionan en el libro, pero también magnifican el mensaje del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. La tecnología que ustedes condenan, lleva su mensaje a rincones apartados a los cuales ustedes nunca hubieran podido llegar. Es usted y su movimiento, así como tantos otros (las madres buscadoras) los que nos obligan a voltear a ver el horror cotidiano, que nos hacen conscientes y, con un poco de suerte, sensibles. No minimizo su dolor. Al contrario, reconociendo su enormidad, me resulta inspiradora su lección de dignidad que no cede. Lo más impactante para mí no es lo que usted ha sufrido ni que haya decidido dejar de escribir poesía ante la magnitud del dolor. Lo impactante es que usted y otras víctimas sigan en pie reclamando justicia, pues no sé qué haría yo si algo le pasara a mi hijo. Probablemente, un servidor perdería completamente la cordura y me derrumbaría. Verlo a usted luchar, leer su libro, me ayudan a valorar y querer más a mi hijo en este mundo monstruoso que le hemos heredado. Repito, no sé qué haría yo si algo le pasara a mi hijo. Lo que sí sé es cómo lo trató usted a pesar de todo lo que ha vivido. Siempre recordaré, Javier, que, en medio de sus reflexiones y su incomprensible disertación filosófica sobre qué constituye un lugar o un no lugar, usted se sentó a jugar a los carritos con mi hijo y, al final, lo abrazó. “¿Ese señor está triste, papá?” me preguntó Arturo con esa sensibilidad infantil tan peculiar. “Sí hijo, y tiene razones para estarlo” le contesté. “Dile que puede jugar con mi carrito” concluyó. Esa es la esperanza que sigue viva y desmiente su libro Javier. Si uno sigue creyendo en México, en la democracia y en Occidente, si uno no está dispuesto a renunciar, es por el ejemplo de personas que no dejan de luchar contra el horror, por los niños merecedores de algo mejor que este país de narcofosas y campos de exterminio. A pesar de los genocidios, de la presencia irrefutable y dominante del mal que usted y Dayán acertadamente describen en Crisis o Apocalipsis, como dice Rabindranath Tagore “cada niño viene con el mensaje de que Dios aún no está decepcionado del hombre.” Piénselo.

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