Hay quienes dicen que debemos votar en la elección judicial para garantizar que lleguen los perfiles adecuados, “los pocos, pero buenos candidatos.” No sé si reírme o llorar ante esta ingenuidad. Ahora que el conteo no se hará en las casillas, amén de que las boletas inutilizadas no serán destruidas, no entiendo cómo alguien puede creer que la votación definirá cualquier cosa.

Me parece que tiene sobrada razón Ricardo Salinas Pliego, el famoso tío Richie, cuando afirma que “no debemos participar en esto por dignidad y porque moralmente está mal.” Los resultados están predeterminados y los ganadores ya fueron asignados de la manera más descarada. Todas las instituciones se prestaron al engaño. Personas informadas me reclaman que no voy a votar. “La votación de todas maneras tendrá lugar, aunque tú no asistas”, “habrá ganadores, aunque tú no los quieras”, “sólo votando incides sobre el resultado” me reclaman airados. Pienso mucho en la elección presidencial de 1976, cuando el PRI postuló a José López Portillo a la Presidencia de la República.

No hubo otros candidatos. López Portillo hizo campaña solo, en una farsa electoral que resultó demasiado ridícula incluso para el PRI de los años 70. El candidato fingía que importaban sus actos proselitistas, a pesar de que no tenía competidores y el resultado ya estaba predeterminado. En sus memorias, el expresidente describe cínicamente sus recorridos electorales con la emoción de un competidor genuino, como si hubiera habido incertidumbre en una contienda sin oponentes. Y es que el poder político tiene y siempre ha tenido, entre sus facultades más desarrolladas, la de engañarse a sí mismo y creerse sus propias mentiras.

No obstante, lo importante no fue la campaña ni mucho menos el resultado evidente de los comicios, sino lo que pasó después. El PRI no podía seguir negando que la farsa electoral fue, a tal punto grotesca, que López Portillo ya como presidente se vio obligado a responsabilizar a don Jesús Reyes Heroles de instrumentar una reforma política para estimular la participación popular y dotar de credibilidad al sistema electoral.

Estamos hablando de un México diferente (¿o no tanto?) donde no había un solo gobierno de oposición en los estados y la oposición no tenía ni un solo senador, buena parte de los medios de comunicación estaban controlados y se rendía homenaje verbal a la libertad de expresión para atropellarla siempre que incomodase al poder. La oposición tenía uno que otro diputado políticamente gritón pero inofensivo, nomás por no dejar, para que el gobierno pudiera disimular su hegemonía y presumir que México era una vibrante democracia popular. Y nadie se reía. No había ningún factor real de poder (hoy se dice ningún poder fáctico) capaz de obligar al PRI a modificar su conducta. No hubo protestas ni manifestaciones masivas en la calle exigiendo la modificación del sistema electoral, en el cual los mexicanos informados de todas maneras no creían.

Fue el mismo régimen que se quedó solo en su fiesta, como el niño consentido al que ninguno de sus compañeros de la escuela soporta y lo dejan solo en su festejo de cumpleaños. Ese aislamiento, esa falta de credibilidad, y tamaña exhibición ante el mundo, produjo remordimientos en el priismo y le obligó a corregir el rumbo, aunque sea para no proyectar tanto descaro. Sí, la elección se llevó a cabo de todos modos y claro que López Portillo fue presidente. No obstante, la propia exhibición ostentosa de la farsa la desacreditó. Como el AIFA, ese aeropuerto que sigue sin ser utilizado a plenitud por más propaganda oficialista que lo promueva. Es mi última esperanza. Claro que el régimen gastará millones en una elección fraudulenta. Claro que los ganadores ya están decididos. Claro que el atraco se consumará sin importar lo que digan las columnas de opinión o juristas expertos.

Claro que numerosos espacios serán ocupados por la delincuencia organizada, aliada de este nuevo sistema político. Y sin embargo, entre menos gente vote, debería quedar claro que la izquierda mexicana en su evolución y su llegada al gobierno, fue todo, menos democrática. Ojalá les dé un poco de remordimiento su propio exceso, para que en los próximos años corrijan este desastre. López Portillo fue el presidente que presumió “el orgullo de su nepotismo”, quien quebró la economía sin perdonar la frase estúpida de que los mexicanos íbamos a acostumbrarnos a “administrar la abundancia”. El mismo que “defendería al peso como un perro” antes de su devaluación y el que impuso como secretaria de estado a su amante. El presidente de los monstruosos escándalos de corrupción de su amigo el Negro Durazo. Ese mismo personaje, pedante y pretencioso, sintió remordimientos de la farsa electoral que lo llevó a la presidencia. En otras palabras, hasta López Portillo y el PRI de los años 70 tuvieron más vergüenza y decoro que ustedes, queridos izquierdistas.

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