En pleno siglo XXI, la aviación global enfrenta una encrucijada decisiva: contribuir activamente a la reducción de emisiones de carbono o estancarse como uno de los sectores rezagados en la agenda global de la sostenibilidad. En ese contexto, México no puede permitirse ser espectador. El combustible de aviación sostenible (SAF, por sus siglas en inglés) representa una oportunidad para transformar la industria aérea nacional si se actúa con visión, voluntad política y coordinación entre sectores.
El SAF tiene un potencial probado. Diversos estudios muestran que, a nivel global, su uso puede reducir las emisiones de CO₂ entre un 27 y 87 % a lo largo de todo su ciclo de vida, en comparación con el combustible fósil convencional. Esta variabilidad se explica porque los resultados dependen directamente de la tecnología de conversión empleada y del origen de las materias primas utilizadas (aceites vegetales, residuos agrícolas, biomasa lignocelulósica, algas e incluso sargazo). Aun con estas diferencias, su potencial de mitigación climática es significativo, siendo la alternativa más viable para avanzar en la descarbonización de la aviación en el mediano y largo plazo. Aunque la producción y el uso de SAF ha crecido en los últimos años y se estima una expansión importante hacia 2030, su adopción sigue limitada por barreras tecnológicas, regulatorias y económicas que persisten a nivel global.
En México, el uso de SAO es aún incipiente. Algunas aerolíneas lo han empleado para trasladar aeronaves del fabricante a su base mexicana, pero no en operaciones regulares. Su costo elevado es el principal obstáculo. Además, el marco regulatorio y los incentivos públicos aún son insuficientes. Sin embargo, hay señales alentadoras: México se ha propuesto producir su propio SAF para 2030 y la Agencia Federal de Aviación Civil trabaja en una hoja de ruta nacional para este propósito.
México tiene recursos para explorar diversas rutas de producción. La más prometedora es la vía ATJ (alcohol-to-jet), que puede aprovechar residuos agrícolas y biomasa lignocelulósica, recursos abundantes en el país. También se pueden considerar rutas oleoquímicas (HEFA) y otras tecnologías avanzadas, especialmente si se integran con procesos ya existentes en refinerías. Una ventaja singular de México es aprovechar recursos no tradicionales como el sargazo –un problema ambiental en la Península de Yucatán y el Caribe mexicano podría transformarse en insumo estratégico para la producción de SAF—.
El desarrollo de esta industria requiere inversiones considerables: cadenas de suministro robustas, certificaciones internacionales (ASTM D7566 / D4054) y mecanismos de mercado que garanticen un precio competitivo frente al combustible fósil. Aquí es donde se vuelve clave el papel del Estado, la industria y los inversionistas, ya que pueden afrontar el riesgo conjunto. Se necesita un entorno regulatorio que ofrezca incentivos fiscales –por ejemplo, estímulos a la producción o exenciones al uso de SAF— y mecanismos de mercado –como créditos de carbono, esquemas de mezcla obligatoria o esquemas book & claim, en el que las aerolíneas pueden financiar SAF sin consumirlo directamente, pero contabilizando su impacto ambiental como parte de sus metas de cero-neto—.
Si México logra establecer una industria nacional de SAF, los beneficios podrían ser múltiples. Primero, se reduciría sustancialmente la huella de carbono de sus vuelos nacionales e internacionales, contribuyendo a los compromisos internacionales de descarbonización. Segundo, se generaría valor agregado local al incorporar al sector agrícola, forestal y marino en una nueva cadena energética limpia. Tercero, se estimularía la innovación tecnológica en universidades y centros de investigación, posicionando al país como líder en América Latina.
Sin embargo, este camino no está exento de riesgos: desde la creación de un marco regulatorio local para el aseguramiento de la cadena de suministro y materias primas para SAF; la logística en zonas operativas; la necesidad de transparentar y certificar la sostenibilidad del proyecto (agua, cambio de uso de suelo, etc.); y la necesidad de financiamiento para escalar a niveles industriales.
En última instancia, el valor del SAF no radica en sólo reemplazar al queroseno fósil, sino en acelerar una transformación estructural hacia una aviación más limpia, resiliente e integrada con el sistema energético, agrícola y marino del país.
Si México no reacciona pronto, corre el riesgo de rezagarse en una transición que ya es imparable a escala global. Producir SAF para 2030 no debe ser sólo una meta técnica: debe convertirse en una política de Estado con compromisos claros, marcos regulatorios estables y un pacto nacional entre gobierno, industria y academia. Si lo logra, la industria aérea mexicana podría liderar una revolución energética regional y transformar el cielo que cruzamos habitualmente en un motor de innovación con alas sostenibles.
Director Regional de EGADE Business School del Tecnológico de Monterrey para la Ciudad de México y la Región Centro Sur.
@pablonecoechea