La formación integral es un imperativo en la educación superior, porque ahí no sólo deben crearse capacidades y competencias laborales; sino también aquellas que permitan formar una ciudadanía comprometida con el bienestar común de sus sociedades y con la vida democrática. Por tanto, el compromiso de las universidades trasciende lo académico, impacta en lo social y político. Su obligación es la formación integral de personas que, como profesionistas y ciudadanía, apliquen sus capacidades científicas, técnicas y humanísticas para la construcción de una sociedad más justa y solidaria, así como para la resolución de los problemas nacionales y globales de la humanidad. La falta de una estrategia nacional de formación integral en la educación superior puede comprometer el futuro de los profesionales y el desarrollo de la sociedad, de ahí que la propia Ley de Educación Superior la contemple como obligación. Pero, ¿hasta dónde las universidades lo están tomando en serio?, ¿hay alguna política nacional para regular la implementación de la formación integral y evaluar su cumplimiento?
De entrada, se observa poca actividad en el ajuste necesario a los modelos educativos. Muchos de los programas educativos de las instituciones de educación superior se adscriben a modelos basados en competencias, pero sus planes de estudios aún están abarrotados de contenidos temáticos. Centran los procesos formativos en esquemas tradicionales que apuestan por la acumulación de conocimientos, dejando de lado el desarrollo socioemocional y conductual. Los modelos educativos tendrían que promover esquemas que permitan al estudiantado fortalecer su capacidad para desarrollarse como persona integrante de una comunidad. A la par de la ciencia y la tecnología, se tendrían que incluir aspectos que entretejan la identidad, como la cultura y las artes, la multiculturalidad y la interculturalidad, el bienestar físico y emocional, la ciudadanía global, el cuidado del medio ambiente y el compromiso social, entre otros. Tendría que fortalecerse el proceso de crecimiento y maduración de las habilidades y competencias que permiten a las personas interactuar de manera efectiva con los demás, manejar sus emociones y comportamientos. Los empleadores hoy día buscan graduados que puedan enfrentar desafíos complejos y trabajar de manera efectiva en entornos dinámicos, por lo que las universidades tendrían que desarrollar habilidades como la resolución de problemas, la comunicación efectiva, el trabajo en equipo, la capacidad de comprender y compartir los sentimientos de los demás, de manejar el estrés y la ansiedad.
Además de incorporar el desarrollo de habilidades blandas, las universidades también deben ofrecer actividades extracurriculares que promuevan el arte, la cultura, el deporte. Fortalecer sus estrategias de mentoría y asesoramiento para que el estudiantado tenga apoyo en todo momento y puedan prevenirse problemas de salud mental. Deben transitar a modelos de educación más orientados a la práctica, para que el estudiantado pueda enfrentar desafíos reales y desarrollar habilidades prácticas en su proceso formativo. Promover la diversidad y la inclusión para que puedan desarrollar habilidades interculturales y trabajar en entornos diversos. Deben integrar transversalmente estas competencias en el ADN de sus programas y no como un simple apéndice. Las habilidades blandas o socioemocionales ya no son un "extra", sino la columna vertebral para que los graduados se desenvuelvan en un mercado laboral dinámico y para que ejerzan una ciudadanía responsable.
Hasta ahora, la educación superior orientada a la formación integral en nuestro país continúa siendo una promesa, porque el sistema carece de un andamiaje legal y de seguimiento que garantice su efectiva implementación. La ausencia de un marco regulatorio y de seguimiento a estos aspectos perpetúa un modelo educativo incompleto, dejando la implementación de la formación integral a la discreción y los recursos de cada institución, lo que genera desigualdad y resultados inconsistentes. Necesitamos una política nacional de formación integral que no solo defina los “qué” y los “por qué” de estas habilidades, sino que establezca los “cómo” medibles y fiscalizables para su incorporación curricular, su evaluación y el desarrollo docente. Solo a través de una política educativa estructural, con metas claras y recursos asignados, podremos pasar de la intención a la materialización de profesionales verdaderamente integrales. Pensemos que el verdadero indicador de calidad de nuestra educación superior no será el número de títulos expedidos, sino el carácter y la capacidad de adaptación de los ciudadanos que formamos. Mientras sigamos graduando técnicos brillantes pero con déficits en liderazgo, empatía y ética, estaremos hipotecando el capital humano necesario para afrontar los desafíos sociales, económicos y políticos de la próxima década. La formación integral no es una opción pedagógica; es la base para un futuro más justo, competitivo y humano.
Presidente de la Asociación Mexicana de Educación Continua y a Distancia AC