Por Claudia Pérez Atamoros
El sábado, la Ciudad de México se partió en dos: de un lado, la Marcha Z, y del otro, el Corona Capital. Y en medio, la juventud mexicana, esa criatura mitológica que muchos dan por perdida pero que, curiosamente, siempre es la que termina encontrando el camino.
La Marcha Z avanzó como una ola de WiFi humano: conectada, veloz, imposible de ignorar. Jóvenes que ya no vienen a pedir explicaciones, sino a darlas. Que no vienen a obedecer, sino a declarar independencia de la mediocridad institucional. Traen la indignación afinada, la ironía calibrada y la paciencia agotada. Y marchan con el mismo ímpetu con el que revisan si traen pila: porque saben que, en México, la democracia siempre está en modo de ahorro.
Horas después, la misma ciudad abrió el telón para el Corona Capital, ese ritual anual donde la nostalgia se mezcla con el sudor y las bandas del 2009 se sienten como terapia intensiva emocional. Y ahí estaban otra vez los chavos: los que hace unas horas gritaban “¡Aquí estamos!”, ahora gritaban “¡Esa rola es mía!”.
Porque la Z no es perezosa: es híbrida, anfibia, multitasking moral. Puede protestar a las 2 y brincar a las 9 sin perder el hilo narrativo de la tragedia nacional.
Hay quien ve contradicción. Error. Esto es México: un país donde el dolor y la fiesta comparten transporte público.
Aquí marchas por tus derechos y luego corres para alcanzar a The Killers. Luchas por el futuro y luego lo cantas. Te reformas y reformas. Es el único país donde puedes estar hasta la madre de todo y, aun así, emocionarte cuando una banda extranjera dice “¡Buenas noches, México!”.
La juventud lo entendió antes que todos: que no pueden dejar de vivir mientras intentan sobrevivir. Que la rabia necesita descanso y el cansancio necesita música. Que defender la dignidad no está peleado con buscar la alegría, porque en México la esperanza no es un lujo: es equipo de emergencia. Y por eso marchan. Y por eso cantan. Porque si esperan a que el país se componga, no van a bailar nunca. Y si solo bailan, el país no se compone.
Así que sí: la generación Z se apropió del sábado. Lo exprimió. Lo convirtió en manifiesto y en festival. En grito y en guitarra. En consigna y en coro. Mientras los adultos discuten quién tuvo la culpa, ellos ya hicieron otra cosa: se pusieron a caminar… y luego a vivir. Y ese doble acto —tan simple, tan desobediente— es la revolución más esperanzadora que ha visto este país en años.

