El 11 de noviembre, a un día de la inauguración oficial de la COP30 en Belém, Brasil, la ciudad que hoy se presenta como símbolo de la lucha climática vivió una escena que reveló sus contradicciones. Cientos de pueblos indígenas del Bajo Tapajós y movimientos sociales salieron a marchar por la salud, la vida y el clima. Al terminar la caminata, un grupo se dirigió hacia la Zona Azul, el área más restringida de la cumbre, donde se desarrollan las negociaciones oficiales entre países, y la ocuparon brevemente en protesta. Hubo tensión, empujones y objetos confiscados.

Para entender el contexto, la Zona Azul es la parte “oficial” de las COP: solo entran delegaciones acreditadas de gobiernos, organismos internacionales y medios registrados. A unos metros está la Zona Verde, abierta al público, donde hay conferencias, arte, exposiciones y espacios de diálogo ciudadano. En teoría, ambos mundos deberían conectarse. Pero lo que ocurrió ese día mostró la distancia que aún separa la diplomacia climática de la realidad.

Los manifestantes denunciaron lo evidente: que los pueblos indígenas, pese a constituir cerca del 6% de la población mundial, protegen aproximadamente gran parte de la biodiversidad del planeta, siguen siendo vistos como símbolos y no como actores con voz. “Nos usan como imagen, pero no nos escuchan”, dijo una lideresa. En la COP, su presencia suele ser celebrada en discursos, pero sus demandas —la demarcación de tierras, el fin de los megaproyectos extractivos y la taxación de los grandes contaminadores— rara vez entran en los textos oficiales.

La acción en Belém no fue un hecho aislado. En toda la Amazonía, la violencia contra líderes indígenas continúa: desde Brasil hasta el Perú, defensores del territorio son amenazados o asesinados por proteger sus bosques. Mientras tanto, en las salas climatizadas de la Zona Azul se discute cómo “salvar la selva”. Esa es la paradoja de las cumbres climáticas: los que cuidan la casa no pueden entrar a la reunión sobre su reparación.

Las negociaciones climáticas se repiten año tras año. Se cambian párrafos entre corchetes, se ajustan promesas, pero poco cambia en el terreno. Los pueblos originarios de la Amazonía, que no reconocen fronteras impuestas, llevan siglos practicando lo que ahora el mundo llama resiliencia y adaptación. Sin embargo, sus conocimientos tradicionales siguen sin ser incorporados plenamente a las decisiones.

La protesta del 11 de noviembre fue un recordatorio incómodo de que la COP30 se celebra sobre territorio indígena. El mismo territorio que ha sufrido la presión de la minería, la deforestación y los megaproyectos. Lo que ocurrió en Belém no fue un acto de vandalismo, sino un grito: “Estamos aquí y queremos participar”.

Las cumbres climáticas necesitan dejar de ser vitrinas y volverse espacios de escucha real. Las soluciones no llegarán solo de acuerdos técnicos o financiamientos multimillonarios, sino del reconocimiento de los pueblos que ya están haciendo lo que la ciencia recomienda: proteger los ecosistemas, cuidar el agua, mantener la tierra viva.

La COP30 podría ser el inicio de un cambio si el sistema internacional se atreve a abrir la puerta —literal y simbólicamente— a quienes llevan siglos cuidando el planeta. Porque si la lucha climática excluye a los pueblos indígenas, no será una lucha por la vida, sino otra forma de colonizarla. Xananine, activista ngiwa, alerta: “Los pueblos indígenas denunciamos la complicidad sistemática de la COP30, las Naciones Unidas y los gobiernos (incluso de izquierda) por continuar impulsando el extractivismo minero, fósil y del agronegocio en nuestros territorios”.

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