“Más de 40 millones de personas viven inseguridad alimentaria en algún nivel, mientras los fenómenos como sequías e inundaciones afectan la producción y distribución de alimentos” menciona Ana Cristina Leyva, Gerente de Inversión y Gestión Social de la Red de Bancos de Alimentos de México (BAMX). Mientras tanto, el país desperdicia cerca de 30 millones de toneladas de comida al año. Esta paradoja —exceso y carencia— se agrava en un contexto de crisis climática y desastres naturales que afectan la producción, distribución y acceso a los alimentos.

Las inundaciones recientes en Tabasco, Chiapas y Veracruz dejaron cientos de comunidades incomunicadas, pérdidas de cultivos de maíz, café y plátano, y daños severos a la infraestructura agrícola. La falta de caminos y centros de acopio ha encarecido los productos básicos, lo que profundiza la brecha entre quienes pueden pagar por alimentos y quienes dependen de la ayuda humanitaria para sobrevivir. En este escenario, el cambio climático ya no es un pronóstico: es hambre presente.

Frente a esta realidad, los bancos de alimentos se han convertido en pilares de resiliencia comunitaria. Ana Leyva destaca que “si en México rescatáramos solo el 10% de lo que hoy se desperdicia, podríamos alimentar a todas las personas que viven inseguridad alimentaria. Fortalecer la seguridad alimentaria es tarea de todos: del campo, de las empresas y de cada hogar.”

Pero la tarea no puede recaer solo en las organizaciones civiles. Las inundaciones muestran la necesidad de integrar la seguridad alimentaria en las políticas de adaptación climática, fortalecer los sistemas locales de producción y facilitar la cooperación entre sectores público y privado. El hambre, como el clima, no conoce fronteras.

El sector agrícola mexicano, motor económico y social de miles de comunidades rurales, enfrenta pérdidas millonarias y una creciente vulnerabilidad ante lluvias extremas, sequías prolongadas y suelos degradados. Urge invertir en infraestructura hídrica, almacenamiento y transporte resiliente, así como en programas de apoyo directo a productores que hoy ven desaparecer su sustento bajo el agua. Sin ellos, no hay soberanía alimentaria posible.

Las inundaciones de octubre, que ya han dejado más de 70 personas fallecidas y decenas desaparecidas, son un recordatorio trágico de la falta de preparación climática. No son eventos aislados: son síntomas de un modelo que sigue sin priorizar la prevención y la justicia ambiental.

La COP30, que se celebrará en la Amazonía, será una oportunidad para que América Latina y el Caribe impulsen una agenda que vincule alimentación y clima. A menos de un mes de su inicio, es urgente asegurar que la conversación global no deje fuera a la agricultura ni a quienes la sostienen. La transformación del sistema alimentario debe ser justa e inclusiva, al integrar las voces de productores locales, jóvenes y comunidades indígenas cuyas experiencias ofrecen soluciones reales.

La equidad y la prevención deben guiar esta agenda: no se trata solo de hablar de alimentos, sino de garantizar el derecho a producirlos y acceder a ellos en un planeta que cambia. México, con su sociedad activa y solidaria, tiene la posibilidad de liderar con ejemplo: reducir el desperdicio, apoyar a las comunidades afectadas y reconocer que cada alimento rescatado es una victoria frente al cambio climático.

Y en medio del desastre, cada kilo de comida que no se desperdicia se convierte en un acto de justicia climática y social.

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