Karolina Gilas

Las mujeres están ocupando más cargos políticos que nunca —en América Latina y en México— y celebramos cada avance en paridad como una victoria en la larga lucha por la igualdad. Sin embargo, una vez dentro de los espacios del poder, emerge una realidad más compleja: las mujeres que llegan al poder enfrentan, todavía, numerosas barreras y techos invisibles.

Así, cuando las mujeres cruzan las puertas de los Congresos descubren un laberinto de reglas no escritas que preservan las jerarquías tradicionales. Las legisladoras son sutilmente relegadas a comisiones consideradas “blandas”, como educación o salud, mientras que las posiciones estratégicas sobre presupuesto o seguridad siguen siendo territorios predominantemente masculinos.

Esta segregación no ocurre por accidente. Es una resistencia adaptativa del sistema que, al verse obligado a incluir más mujeres, reconfigura sus mecanismos de exclusión haciéndolos menos evidentes, pero igualmente efectivos. Las mujeres ocupan escaños, pero no controlan las agendas; tienen voz, pero no siempre influencia determinante sobre las decisiones que transforman la vida pública.

El ejercicio del poder ejecutivo tampoco está libre de estos patrones. Aunque la figura femenina encabece su estructura, las redes informales de poder continúan operando bajo lógicas tradicionales: persisten círculos masculinos que gravitan alrededor de figuras que representan la continuidad de modelos anteriores. Las tensiones se manifiestan en gestos significativos, las interrupciones, los comentarios, las presencias y ausencias en momentos clave.

Estas resistencias se intensifican cuando las mujeres alcanzan una presencia significativa. Como si el sistema político activara anticuerpos institucionales ante la amenaza de una redistribución del poder. Las mujeres enfrentan entonces un doble desafío: demostrar constantemente su capacidad mientras navegan obstáculos invisibles para los ojos externos.

Se trata de un patrón común y persistente. Cuando las mujeres desafían los límites implícitos de su participación, las respuestas hostiles no se hacen esperar. El mensaje es implícito, pero contundente: puedes estar aquí, pero conoce tu lugar.

El camino hacia una representación verdaderamente sustantiva requiere estrategias que vayan más allá de ocupar espacios. Las legisladoras más efectivas construyen alianzas transversales, forman coaliciones mixtas y generan mecanismos institucionales que las respalden. Su éxito no depende solo de su talento individual, sino de su capacidad para transformar colectivamente las reglas del juego.

La experiencia latinoamericana muestra que no basta con llegar; hay que cambiar las reglas desde adentro. La verdadera transformación ocurre cuando las mujeres redefinen el ejercicio mismo del poder político, desmantelando las prácticas excluyentes. Como señalan las activistas, llegamos todas solo cuando todas tenemos igual acceso a los recursos, visibilidad y capacidad de influencia, no cuando algunas ocupan los espacios del poder.

El desafío pendiente, entonces, ya no es simplemente aumentar el número de mujeres en política, sino desarmar los mecanismos invisibles que preservan privilegios bajo la apariencia de igualdad formal. Solo así la presencia femenina dejará de ser una concesión para convertirse en una auténtica redistribución del poder. Los techos invisibles no se rompen contando escaños, sino transformando las reglas no escritas que aún determinan quién decide realmente.

Profesora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM,

Miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina

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