Por Horacio Vives Segl
Desde que en agosto pasado se expidió el decreto de creación de la comisión presidencial encargada de la reforma electoral, nos acercamos inexorablemente a un escenario que no da cabida al menor resquicio para el optimismo.
La primera pregunta que es pertinente hacerse es si una reforma electoral es necesaria. Con toda contundencia, la respuesta es no. Sobre todo, porque no hay motivos para pensar que será distinta del conjunto de reformas regresivas y concentradoras de poder que ya ha aprobado el oficialismo (Poder Judicial, extinción de organismos autónomos, amparo, telecomunicaciones, supremacía legislativa). A juzgar por los anuncios que motivan la aprobación de una nueva reforma, todos los incentivos están puestos en fortalecer la posición de poder del régimen, recolocar un andamiaje que prácticamente imposibilite una alternancia en la presidencia y dejar en la mínima expresión posible la pluralidad política opositora.
Sólo en esa lógica se explicaría una reforma que reduzca o elimine las diputaciones plurinominales o disminuya a mansalva el financiamiento público a los partidos políticos. Ambas medidas sólo favorecerían al partido en el gobierno, tanto en lo respectivo a perpetuar su sobrerrepresentación legislativa, como respecto al despliegue de propaganda electoral —considerando que hemos presenciado sistemáticamente el uso de recursos del Estado para propósitos partidistas—. Adicionalmente, plantear la desaparición de autoridades y tribunales electorales locales exhibe una profunda ignorancia sobre la realización de elecciones y, además, una medida así necesariamente implicaría un aumento considerable de los recursos humanos y materiales del INE, contrario a uno de los propósitos que el régimen dice buscar. Y lo que de plano no tiene pies ni cabeza es plantear la elección de las consejerías electorales por voto popular. ¿Serían los encargados de organizar elecciones los que organizarían su propia elección?
En todo caso, si hubiera que reformar algo, sería oportuno cambiar el modelo de comunicación política, eliminando —o al menos atenuando— la inclemente “spotiza” durante las campañas; o terminar con la simulación con la que cada mañana se viola la Constitución cuando, en la conferencia presidencial, se hace proselitismo personal o partidario fuera de los doce días permitidos en torno al informe anual de actividades; o buscar la mejor manera de compaginar, en 2027, la elección legislativa intermedia con las concurrentes locales —y, además, con la elección de la parte que falta de los poderes judiciales federal y estatales—.
Por otro lado, también está la tentación de repetir ejercicios de cesarismo plebiscitario que en nada han servido para favorecer una conciencia ciudadana crítica: la consulta popular y la revocación de mandato, que podrían celebrarse también en 2027.
Por ello, ante la tentación de no hacer los cambios correctos, sino sólo los que favorezcan la concentración de poder del régimen, mejor no hacer nada. No tiene ningún sentido democrático una reforma electoral promovida desde el poder y no desde las oposiciones políticas, como fueron todas las reformas electorales, desde la de 1963 hasta la de 2014, que fueron inyectando un gradualismo democrático a un país entonces monocolor. Si una reforma electoral no es aprobada por un amplio consenso de todas las fuerzas políticas, bien podrá seguir el procedimiento legal establecido, con los votos oficialistas necesarios, pero de ninguna manera gozará de legitimidad.
ITAM [México] y miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina

