Juliana Alice Fernandes Gonçalves

La política en América Latina sigue marcada por intensas disputas en las que todavía prevalece el formalismo institucional como criterio de evaluación de la democracia, a menudo en detrimento de aspectos materiales como la calidad de vida, la justicia social y la pertenencia democrática. La estabilidad institucional es importante, pero por sí sola no garantiza una democracia plena. La democracia real requiere una inclusión sustantiva, que vaya más allá de las estructuras formales y se manifieste en la participación efectiva de la sociedad. Al fin y al cabo, la política no se limita a las instituciones: también ocurre en las calles, en las redes, en las comunidades y en la resistencia cotidiana.

En 2025, hitos históricos como el 50 aniversario de la Primera Conferencia Mundial sobre la Mujer y el 30 aniversario de la Plataforma de Acción de Beijing nos invitan a reflexionar no sólo sobre los logros alcanzados, sino también sobre los desafíos que persisten. A pesar de algunos progresos, América Latina sigue siendo una de las regiones más desiguales del mundo, incluso en el ámbito político. En este contexto, las instituciones continúan mayoritariamente cerradas a la diversidad, reflejo directo de una lógica de poder históricamente diseñada por y para los hombres, que aún hoy moldea las estructuras políticas de la región.

Este escenario se ve exacerbado por la creciente tensión geopolítica entre Estados Unidos y China, que presionan a los países latinoamericanos para que alineen sus políticas exteriores y económicas. Por lo que es legítimo preguntar: ¿qué líderes han tomado partido por la paz, los derechos humanos y la justicia social? ¿Y cuáles, por omisión o conveniencia, han avalado la lógica de la guerra que mata, desplaza y silencia? La brutalidad contra el pueblo palestino no es sólo una tragedia humanitaria: es un crimen internacional que expone la selectividad moral de las democracias occidentales.

El ascenso global de la extrema derecha, articulada internacionalmente y con una fuerte presencia en América Latina, intensifica estos desafíos. Autoritaria y a menudo antifeminista, esta ola socava la confianza en las instituciones democráticas y ataca directamente los derechos de las mujeres, las personas no blancas, LGBTQIA+ y otros grupos históricamente marginados. Paradójicamente, parte de estas agendas regresivas son apoyadas por sujetos pertenecientes precisamente a estos grupos que, al ocupar espacios de poder, refuerzan discursos y políticas que perpetúan las exclusiones en nombre de valores morales selectivos que desatienden las desigualdades estructurales. Esta paradoja exige una revisión crítica del concepto de representación. La presencia de determinados sujetos en la política no equivale automáticamente a un compromiso con la justicia social o la defensa de los derechos colectivos. La representación está atravesada por el género, la raza, la clase, el territorio, la ideología, entre otros factores, y transformar las estructuras de poder pasa necesariamente por responsabilizar a quienes las crearon y siguen beneficiándose de ellas.

Al mismo tiempo, los sistemas democráticos de la región siguen funcionando bajo fuertes influencias oligárquicas. Los partidos, las elecciones y las estructuras legislativas siguen priorizando a hombres blancos, de élite y con trayectorias consolidadas en los engranajes del poder. La democracia debe ser más que un rito: debe generar pertenencia, reducir las desigualdades y fortalecer la solidaridad entre los pueblos. En tiempos de múltiples crisis - económica, climática, social y bélica - necesitamos líderes comprometidos y comprometidas con los valores democráticos y, asimismo, una ciudadanía activa y crítica, dispuesta a participar, monitorear y construir colectivamente el rumbo de la sociedad.

Doctora en Derecho UFPR-Brasil

Miembro del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina

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