Tenía poco más de 25 años y un compromiso enorme: era entrenador del equipo olímpico de natación rumbo a los Juegos Olímpicos del 68. Aquella tarde del 2 de octubre, entrenaba en la Unidad Morelos de San Juan de Aragón cuando un padre de familia llegó agitado, casi exigiendo sacar a sus hijas del agua.
Era una persona con perfil político, que trabajaba en la Universidad: “Profesor, ¿no ve lo que está pasando en Tlatelolco? Esto se va a poner muy feo”… No entendía la magnitud de sus palabras, pero su urgencia me dejó inquieto.
Terminé el entrenamiento y tomé mi Volkswagen rumbo a la Villa Olímpica, para lo que debía cruzar por toda la avenida Insurgentes. Esa mañana me habían entregado el uniforme para los Juegos, junto con mis acreditaciones y los boletos destinados a mi familia para la inauguración.
La curiosidad —o la imprudencia— me llevó a desviarme hacia la zona de Tlatelolco. Al llegar cerca de la Secretaría de Relaciones Exteriores, vi una barricada improvisada con tambos y maderas. Pensé que podía cruzar sin problema. Apenas levanté una tabla, me rodearon dos patrullas. Me bajaron del coche, lo dejaron con las puertas abiertas en medio de la calle y me subieron a una Julia (eran unos camiones azules de la policía, en donde subían a los detenidos), sin explicación.
Cuando levanté la vista, entendí dónde estaba. Soldados cuerpo a tierra disparaban hacia los edificios, mientras desde arriba respondían los tiros. El estruendo era seco. Yo, que debía estar pensando en marcas y cronómetros, estaba atrapado en medio de una batalla.
Uno de los policías me gritó que qué hacía ahí. Apenas pude tartamudear que era entrenador olímpico. Les señalé mi uniforme y mi credencial que estaban dentro de mi automóvil para que lo comprobara. Entre insultos y empujones, me bajaron de la Julia y me dijeron: “Lárguese. Y no vuelva a aparecer por aquí”.
Manejé con el corazón en la garganta hasta la Villa Olímpica. Le conté lo ocurrido a los muchachos del equipo de natación. Nadie me creyó. Años después, en cenas con políticos y colegas, intenté mencionarlo. Me callaron. Dijeron que exageraba, que eso nunca pasó así.
Pero yo estuve ahí. Vi la sangre en el pavimento, el miedo en los ojos de los presentes y el silencio forzado que vino después. Esta historia está en mi libro Más aciertos que errores, y hoy lo cuento de nueva cuenta, porque hay recuerdos que no deben guardarse.
Días después, los Juegos Olímpicos iniciaron en nuestro país, que en ese 1968 tuvo su mejor actuación histórica en la justa, aunque el recuerdo de lo ocurrido en Tlatelolco estaba y estará presente siempre.
Soy entrenador, soy padre, soy mexicano. He vivido triunfos y tragedias, incluso la pérdida irreparable de una hija. He visto muchas cosas y sufrido como millones de mexicanos, pero aquel 2 de octubre me enseñó algo que jamás olvidaré: el país puede cambiar en un instante… y no podemos callar ante eso, mucho menos, pretender que las cosas no sucedieron como las vimos y vivimos.
Profesor