En 1926, Bessie Smith escribió la canción que estrenó “Young Lady Blues”. La era del jazz encendía algunas ciudades. La comunidad afroamericana había encontrado una expresión musical fulgurante, nacida del blues, donde lo colectivo de la composición instrumental se contrapunteaba con los momentos de los solos; partían de un tema y serpenteaban improvisando mientras daban cuenta de un estilo personal y volvían al tema para ceder la voz al siguiente instrumento. Aliento, cuerda, percusión. En ese mismo año Toni Morrison sitúa su novela Jazz. Se tenía que llamar así.

La había leído y me había cautivado esa historia del amor trágico que involucra al matrimonio de Violet con Joe y a la joven amante Dorcas. Situada en Harlem, en la calle Lenox, donde conviven distintos comercios con los espacios musicales a ras de suelo, los floor shows, con los speakeasy de la época. La Ciudad (con mayúscula aparece en el texto) teje los destinos de los personajes, los lleva por la cuadrícula de las calles, afirma la narradora como un coro griego que opina, que sentencia que va dando la oportunidad a cada personaje de relatar los hechos. Si la primera lectura me había embriagado con una musicalidad seductora, envolvente, imparable, la relectura avivó mi admiración por la intención de la autora que ha dicho que quería que la novela no sólo tuviera la invención, la improvisación y el movimiento del jazz sino que la novela fuera eso. Un verdadero Tour de force para la escritura que se le ocurrió por una nota roja. Si la primera lectura puede ser un tanto ingenua porque la autora no hace evidentes las costuras de su empresa, la segunda lectura nos descubre las decisiones de Morrison (y la tercera nos dará otras sorpesas). Esa forma en que la voz que comienza con una primera persona acercándonos al tema, revelándonos desde las primeras líneas como Violet llega a acuchillar el rostro de la difunta, a quien mató su marido, en pleno funeral, luego se alejará para revelarnos que los edificios de Harlem cobijan pasiones, chismorreo, soledades o hasta pájaros en jaula, que Violet deja escapar cuando se entera de ese amorío que se da cita en el departamento de su mismo edificio y que ella, mujer que alacia o peina cabezas, no ha podido olfatear. Y es que cómo Joe pueda amar a una mujer que casi no habla. Cada uno de los personajes involucrados revela su parte, su dolor, su desgarro y lo hace a su manera.

Si uno lee la novela en inglés y luego se asoma a la traducción en español, se da cuenta que el habla con incorrecciones gramaticales, con modismos, con vocales abiertas de la versión original no produce el mismo efecto en español. Y si uno tiene la oportunidad en estos tiempos de escuchar la novela narrada por la propia autora, uno se deleita con las inflexiones, con la manera de estirar la descripción de las emociones con metáforas tan ligadas al origen de los personajes, al color de piel, el servilismo del que se han emancipado, a la pobreza del sur rural de donde han huído para cambiar su destino en la vibrante ciudad.

La pérdida amorosa es tema recurrente en el blues, Toni Morrison nos imbuye en ese amor trágico con la espontaneidad del jazz, su energía de asfalto y noche iluminada. Logra que su optimismo rebase la tragedia y conforma una experiencia lectora singular. Una lee, oye, vive Jazz. No resisto leer sin la punta del lápiz, es como si con la traza del grafito tendiera una línea hacia la autora, una forma de aplauso frente a las frases, una admiración —casi conversación— frente a la primera escritora afroamericana que ganara un Nobel. No es lectura fácil, pero escuchar jazz tampoco. No a todo el mundo le gusta pero al que le gusta, se vuelve un sediento de esa forma musical tan libre, donde el saxo, el bajo, la batería y el piano tienen la libertad de ser, juntos y por sí solos. Como los personajes de esta novela.

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