Seguramente escuché la palabra taller porque mi padre dijo que llevaría el coche al taller. El taller mecánico. Y también porque, en el negocio de mis padres, el corazón de lo que se producía era un taller. Se subía a la planta alta de la tienda de la Zona Rosa y ahí se fabricaban artículos de piel. Había mesas de madera, cueros enteros recostados sobre cabestrillos, máquinas de coser, de calor, botes de pegamento. Cajas con botones, cierres, hebillas, hilos, cartones, moldes de papel. Mi tío Juan era el encargado. Subía y bajaba de la tienda al taller porque había que grabar las iniciales de algún cliente en una cartera o porque la hebilla del cinturón se tenía que cambiar por otra.
En el taller pasaban cosas con las manos. Había especialidades: Pancho el cortador, Elena y otras chicas en la costura, el que pegaba las partes, Marcial el grabador, Jesús el ensamblador. Lamento no recordar los nombres de todos porque para mí un taller es una agrupación pequeña de gente que trabaja con las manos en un oficio que requiere destreza, experiencia y dedicación. Siempre hay aprendices en los talleres, que luego tomarán el mando y a su vez en algún momento adiestrarán a otros. Es algo sencillo aparentemente pero que requiere tiempo y acompañamiento. Una fábrica sería todo lo contrario, las manos y la destreza al servicio de la máquina (eso podría resultar la Inteligencia Artificial: una fábrica de textos). Se requieren destrezas pero cuando la tecnología cambie habrá que adecuarse a ella. Mis tíos abuelos tenían un taller de lámparas en Madrid. Ahí conocí al tío José y a su hijo Nicolás, primo de mi madre. Familias que la Guerra Civil española dividió y que sólo los viajes transoceánicos permitían hilvanar de nuevo. Reconocer las caras, los gestos, las anécdotas que llevaron los abuelos.
Cuando quise saber qué podía hacer con mis intentos de cuento mientras estudiaba biología, me familiaricé con otro tipo de taller. Llevé algunos cuentos a Mempo Giardinelli, escritor argentino avecinado en México durante varios años, autor de novelas y cuentos que fundara la revista Puro cuento a su regresó a Buenos Aires. (Una revista hermana de El cuento de Edmundo Valadés). Cuando me admitió en aquella primera reunión de grupo me compartió el funcionamiento de un taller. Habrá variantes, pero básicamente siguen siendo las mismas. Leemos por turnos y tenemos una copia del que leerá en ese momento. La lectura es en voz alta y los demás podemos escribir, tachar, anotar impresiones sobre el texto con el flujo de la voz. Después comentamos voluntariamente externando nuestra apreciación lectora y luego el maestro, el escritor al frente del taller, da una conclusión que recoge algunas de las cosas dichas y añade. Así nos provee de herramientas para mirar no sólo el texto ajeno sino el texto propio. El dueño del texto habla hasta el final. Y solo si es necesario. Con esos muchos ojos sumados y con nuestra propia reflexión en el sosiego y el silencio revisamos el escrito para entender qué funciona y qué no. Pero esto no sucede de la noche a la mañana, el poder ver la paja en el ojo ajeno para ver la nuestra es un entrenamiento. Es un proceso, como la escritura, que no sucede de golpe, se da en el tiempo. Los talleres son una práctica habitual que encabezan escritores con camino andado en las que participan quienes desean serlo. Para los narradores han sido famosos los de Arreola, Tito Monterroso, José Donoso y luego los de Rafael Ramírez Heredia, Vicente Leñero, Guillermo Samperio y siguen siendo los de Silvia Molina, Aline Pettersson, Alberto Chimal, Ethel Krauze, Elmer Mendoza , Ana García Bergua, Eduardo Antonio Parra, Beatriz Rivas, entre muchos.
Pero no siempre fue así la formación de los escritores, resulta que el origen tiene que ver con los años 60, esa década experimental: el collage, el pastiche, el crucigrama, cuando Cortázar escribió Rayuela, parte de la experiencia de participar en el Oulipo. El escritor francés Raymond Queneau fundó esa tertulia de literatura potencial (Ouvrier de Littérature Potentielle) de ahí el acrónimo Oulipo. Su libro Ejercicios de estilo reúne una serie de propuestas juguetonas, porque ese era su espíritu: jugar con la palabra, proponer retos colectivos, rescatar los cadáveres exquisitos de los poetas malditos. Fue el trampolín de despegue y Argentina la incubadora de talleres, como el de los estudiantes de Noé Jitrik en la Universidad de Buenos Aires, de los que hemos abrevado y que a nuestra vez coordinamos pasados los años. El taller de escritura es una escalera de experiencias porque no hay una verdad y porque tampoco nadie se equivoca. Funciona o no, nos envuelve y nos atrapa, profundiza y propone y logra algo. Te lleva a lecturas. El taller es una experiencia individual y colectiva. Es búsqueda. Y su dinámica persiste: cada quien expone y se expone y por eso se crean lazos afectivos, andares paralelos fraternos y solidarios (en su mayoría). Me gusta la experiencia del taller porque me asombran las muchas miradas, estilos, tanteos y logros paulatinos de quienes participan. Nos movemos como una marea de asombros donde nos vamos dando la mano para ver si la ola logra alzarse y exhibir la transparencia líquida que estallará con un estruendo en la playa que es la página, que es el lector, que somos todos.