La parentela. Ser primos es tener ese referente común, los abuelos, los padres que son hermanos de los otros padres o tal vez primos y entonces podemos tener primos hermanos, primos segundos, terceros. Hay toda una clasificación según la cercanía en la genealogía; en el fondo implica entendidos, pactos de lealtad y protección. En la adolescencia los primos a veces son cómplices de inicios amorosos, transgresiones sensuales o fantasías (la novela reciente de Ana Clavel, Autobiografía de la piel, da cuenta de ello: la protagonista honra el recuerdo del despertar sensual con el primo).
Cuando veo a mis nietos juntos, enfatizo es tu prima, es tu primo. Es como si con las palabras afirmara los lazos que a partir de ser mis descendientes existen. Todo esto viene a cuento porque la próxima Fiesta del Libro y la Rosa en la UNAM está dedicada a temas del exilio y migración. Soy descendiente por el lado paterno de migrantes españoles de principio de siglo. La búsqueda de un bienestar cumplió con la cadena usual en donde un hermano llama a otro hermano, la novia, los padres. En cambio, del lado materno soy hija y nieta del exilio español. Desde luego hay mucho que decir de todo lo que el exilio y la llegada a México de intelectuales, científicos, artistas, maestros, profesionistas de muchas disciplinas y gente con oficios diversos produjo. Ahora que quedan ya muy pocos de los que en carne viva experimentaron ese trasplante cultural y afectivo, ese tener que dejar la tierra de pertenencia y sembrar la vida en otra, toda reflexión que desenrrolle la memoria es importante para las nuevas generaciones. Además de los libros que se han escrito alrededor de ello, la memoria del exilio es patrimonio familiar. Unos y otros tenemos nuestras anécdotas particulares, abonadas por los recuerdos de madres y padres que eran niños o adolescentes y de abuelos nostálgicos. Es difícil terminar de comprender lo que significa irse. Irse para siempre. A las generaciones que siguieron a ese éxodo nos corresponde entender la pérdida y el agradecimiento, y reconocer las particularidades de pertenencia cuando eres la primera generación nacida en México.
Comencé hablando de los primos porque de todas las historias que mi madre compartió en la sobremesa a lo largo de los años, al final de su vida puso el acento —o yo la atención—, en que ella había crecido sin abuelos, tíos, sobre todo sin primos. El tejido de los lazos con la familia que quedó en España fue por carta, a través de los libros que llegaban para Reyes en su infancia y adolescencia. Las noticias de nacimientos, bodas y muertes llegaron siempre trasatlánticas. Mi abuela llevaba la cuenta de los cumpleaños de sus hermanos y sus sobrinos, y era quien atizaba el fuego de las relaciones vivas. La última libreta de teléfonos de mi madre, escrita con letras grandes porque sus ojos batallaban con la nitidez de la vista, guarda el teléfono del último primo sobreviviente, con el que mi madre mantuvo contacto a lo largo del tiempo. Una lealtad al origen común. Fui yo quien le avisé a Nicolás cuando mamá murió. Son mis primas, a quienes recientemente he recuperado, quienes me notificaron de la muerte reciente del tío Nicolás. Los que podían contarnos qué era crecer sin la complicidad de los primos, entre otros costos del exilio, ya no están. Ahora entiendo porque también llamábamos primos a los hijos de los amigos de mis padres, que tenían en común ser trasterrados. Y por qué con ellos se tejieron esos lazos de parentesco ficticio. La Guerra Civil y el mundo que fundaron acá fue nuestro antepasado común.