Hace cien años se publicaron dos novelas que no sólo impactaron en su momento, sino que se siguen leyendo con devoción y que me son memorables por su capacidad de conmover y por el derroche técnico que en su momento significó una novedad. Toda publicación tiene su historia: El gran Gatsby de Scott Fitzgerald y La señora Dalloway de Virginia Woolf fueron reseñados elogiosamente en abril y mayo de 1925 en el New York Review of Books. Scott Fitzgerald ya había cautivado a sus lectores con Este lado del paraíso y con los cuentos que publicaba periódicamente en revistas estadounidenses. Pero un autor deja su marca cuando quizás ni se lo propone. El concepto de marca que le escuché a Élmer Mendoza me parece interesante. No depende sólo del trabajo del autor sino del momento en el que éste sale a la luz, de la visibilidad que le da el editor, la crítica y los medios, pero sobre todo de lo que le ocurre al lector. Tomarle el pulso al momento que se está viviendo es quizá una de las tareas más difíciles en la escritura de ficción, aunque los escritores forman parte de la conciencia moral de una época. Jay Gatsby, personaje misterioso, es mirado por la voz testigo de Nick Caraway, que ha llegado a vivir junto a su propiedad en Long Island y que es el primo de Daisy Buchanan de quién el magnate está enamorado. Ha hecho todo por construir un puente de riqueza y apariencia que le conceda el amor de ella, casada con un fanfarrón que lleva una doble vida. Es el mundo de las apariencias donde las verdaderas emociones no están sobre la mesa. Las niñas bonitas no lloran, dice Daisy. La sinceridad en esa clase enriquecida después de la Primera Guerra Mundial no es la piedra de cambio y Fitzgerald ha sabido retratar la degradación de un sector adorador de las apariencias en la era del jazz. Novela corta, contenida, precisa en el retrato de los personajes que sigue brillando como la marca de Fitzgerald. Ha sido llevada al cine por las posibilidades de su encanto visual y dramático, yo me quedo con la de Coppola con un guapísimo Robert Redford como Gatsby.
Virginia Woolf se suma a las ideas modernistas y experimentales de su época donde se había trastocado el manejo del tiempo y el punto de vista. La señora Dalloway narra un día en la vida de Clarissa que festejará su fiesta de cumpleaños. Pertenece a la alta sociedad londinense y ese paseo de su casa a la florería, por el parque y de regreso mostrará sus añoranzas y fragilidades. Recordará el enamoramiento juvenil de Peter, que vendrá desde la India, y que proponía una vida más interesante, más dialogante que la que lleva ahora como una eficaz ama de casa y esposa, y madre deficiente. Muy interesante lo que se propuso Virginia Woolf: tejer un tapiz, como si la novela pudiese verse de golpe, hazaña imposible porque necesita el paso del tiempo. El gran retablo es el trozo de la ciudad hilvanado por los pasos y el fluir de la conciencia de Clarissa mientras avanza el día y el pasado irrumpe y el punto de vista cambia a Septimus, trastornado por las huellas del combate. Un poeta enloquecido que no soporta el peso de la vida y de cuyo suicidio se enterará Clarissa a mitad de su fiesta, como una revelación que la hermana con él. Esa pulsión de muerte que ella ha hecho a un lado pero que la habita resulta un poderoso inconveniente para una celebración feliz. Hay una proeza técnica además de una hondura humana en la novela que abarca doce horas de la vida de Clarissa. Mucho más difícil de llevar al cine por su carga introspectiva y sus virajes al pasado: En la película Las horas, Stephen Daldry le dio un tratamiento contemporáneo en donde tres mujeres, una de ellas Virginia Woolf, entretejen sus historias.
Resistir la prueba del tiempo es la fortaleza del arte. Que siga diciendo, nuestro privilegio.