Conocí a David Toscana al final del siglo pasado, cuando Juvenal Acosta organizó en 1997 aquel primer encuentro en la universidad de UC Davis en California y fundó la Asociación de Escritores Iberoamericanos cuyo siguiente encuentro en Santiago, tocó al poeta chileno Andrés Morales y el tercero, a mí organizarlo en Morelia, Michoacán, con el apoyo de Gaspar Aguilera. La Asociación sucumbió cuando el 4o. Encuentro se iba a realizar en Lisboa, a cargo de un poeta portugués ya habitual de estos encuentros, quien pedía que fuera Carlos Fuentes entre el grupo de escritores que publicaba libros iniciales: poetas y narradores hispanoamericanos.
Estoy segura que si el poeta portugués tiene conocimiento de que David Toscana ha ganado numerosos premios nacionales e internacionales, ha sido traducido a muchísimos idiomas, entre ellos al portugués, se daría de topes.
Quería irse por lo seguro con las figuras estelares y no apostar al futuro. El propio Saramago, cuando no era conocido mundialmente, había asistido a un encuentro de poetas en Morelia.
La Asociación y sus encuentros fenecieron pero no las amistades inauguradas. Desde que conocí a David Toscana surgió cierta complicidad, quizás porque reconocimos que los dos veníamos de áreas distintas a la literaria. Que ser escritores había sido una decisión posterior a una experiencia no solo de estudio sino de trabajo. Pero también porque ninguno de los dos nos tomábamos tan en serio y nos reíamos de la solemnidad.
David Toscana se había formado como ingniero industrial, yo como bióloga. Pero fue la marca que dejó la profesora de secundaria o de la prepa en él, cuando leyeron El Quijote o fragmentos de El Quijote lo que eventualmente, mientras David Toscana trabajaba en la oficina de una fábrica, llevó a reconocer que su verdadera pasión estaba en la lectura y en la escritura. Un salto cuántico, como los que acostumbra a dar Toscana, porque el escritor regiomontano no ha tenido una trayectoria convencional.
Hace algunos años alardeaba de ser el escritor que no había recibido ningún premio. Y lo puedo constatar en las solapas de sus libros que se fueron cargando de medallas. Su novela más reciente El peso de vivir en la tierra le valió el año pasado, el Premio Mazatlán, y el Bienal de Novela Vargas Llosa. Su trayectoria lo llevó a recibir el premio de la Excelencia Literaria José Emilio Pacheco este año en el marco de la Feria Internacional de la Lectura de Yucatán.
Su originalidad siempre ha sido notable, pero ha tenido que cambiar el discurso porque ahora es un autor multipremiado, aunque se jacta de no ver cine y no tener redes sociales.
Toscana es un escritor de tiempo completo, desde que dejó la ingeniería industrial, se apostó a si mismo para conquistar, no solo una voz y un estilo, que prácticamente están desde sus primeros libros, sino un lugar en la crítica y un aprecio entre los lectores. Dos de sus novelas son sobre los libros y lectura, sobre la no frontera entre ficción y realidad. El peso de vivir en la tierra es el homenaje más directo a la huella del Quijote en su devenir escritor: el hombre que ve la realidad teñida por sus propias lecturas, convence a Sancho de ese escenario quijotizada del que el escudero ya no se quiere alejar porque toca nuestros deseos, los sueños que nos permiten sobrevivir mientras se tiñe de dignidad y belleza la estatura mortal y pragmática de nuestra existencia. Los libros, parece decirnos Toscana, ritualizan nuestro paso por la tierra y le dan sentido.
(En la Fiesta del Libro y la Rosa en la UNAM, la obra de David Toscana fue visitada por Raúl Carrillo, Eloy Urroz -quien dirige la Cátedra Carlos Fuentes- y yo.)