Cuando mis padres se afligían por la noticia de la muerte de algún actor, su reacción me parecía un tanto exagerada. Que si John Wayne, o Gary Grant, que si Ava Gardner o Rita Hayworth. Los recientes fallecimientos de Diane Keaton y Robert Redford me hermanan con el descobijo que produce la muerte de alguien que no conoces en persona pero con quien has convivido. Una convivencia muy particular. La del cine. El celuloide como esa otra vida para soñar. Cómo no enamorarse de Paul Newman y Robert Redford en la icónica película Butch Cassidy and the Sundance Kid. (El festival de cine Sundance adoptó el nombre y la imagen de Redford, uno de los fundadores, que desde 1981 ha sido fundamental para el lanzamiento de nuevos cineastas). Cómo no apropiarse de aquella escena en bicicleta con esa chica joven y guapa, años 70 y la canción de Raindrops Keep Falling on my Head. Cómo no volver a disfrutar a esa pareja de actores no solo guapos sino maravillosos en películas como El golpe, con la espléndida música de Scott Joplin. O a Robert Redford al lado de Barbara Streisand en la película romántica con un escenario de protestas sociales en el NY de los años 70: Nuestros años felices. Y la voz de Barbara Streisand cantando el melancólico tema cuyo comienzo siempre me estremece Memories…. Mientras las veíamos una y otra vez o escuchábamos la música no teníamos conciencia de que atestiguábamos las películas que se volverían clásicas de una época. Por eso cuando leí sobre la muerte de Diane Keaton a los 79 años, que nos había cautivado con ese estilo inocente y despistado desde Annie Hall y luego en Manhattan, de Woody Allen, con Woody Allen, sentí dolor. En Manhattan nos hizo amar Nueva York a través de esa sonrisa fresca, de su estilo y su arreglo elegante sin pretensiones que nos volvían cómplices de su bella naturalidad. La naturalidad que buscaba la época frente al glamour escénico de la metrópoli. Gran logro de la dupla Woody Allen y Diane Keaton hacer de una ciudad tan espectáculo, tan luz de neón y rascacielos como Nueva York una urbe íntima. Compré el póster. Lo tuve mucho tiempo en la pared. Me daba alegría la pareja en una barca en medio del lago del Parque Central. Nueva York se volvió un paraíso por conocer. La manzana dorada, efectivamente.

Diane Keaton siguió haciendo películas con esa facilidad suya para la comedia, como la muy disfrutable junto a Jack Nicholson, otro talante único en el cine hollywoodense, Alguien tiene que ceder y otras más recientes al lado de actrices que en lugar de esconder los años transcurridos ostentan la gracia de disfrutar la vida desde el cúmulo de experiencias con caras y cuerpos cincelados por el tiempo. Ahí Diane Keaton nunca dejó de ser esa mujer muy natural vestida incluso con sacos de hombre con sus lentecitos y el encanto de una ingenua agudeza.

Esas figuras, ese cine, esas canciones son parte esencial de nuestra educación sentimental. Nuestra memoria se enluta por la ausencia de estos dos grandes que tejieron recuerdos para poder desplomarnos en una dulce red protectora. The way we were, (Como éramos) título original de Nuestros años felices, es quizás la mejor manera de compartir lo que significaron para una generación. Mucho que agradecerles por el escenario de la vida compartido. Adiós Robert, adiós Diane.

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