En un país donde la justicia debería ser un derecho para todos, millones de personas viven atrapadas en una realidad donde la pobreza les cierra las puertas de los tribunales. ¿Cómo puede ser que, en pleno siglo XXI, el acceso a la justicia siga siendo un lujo inaccesible para quienes menos tienen? La respuesta no es sencilla, pero lo cierto es que la pobreza no solo limita el dinero o la alimentación; también crea una barrera invisible que deja a las personas vulnerables sin protección legal ni voz ante las injusticias.
Este fenómeno no solo es un problema moral o social, sino una forma clara de discriminación que está prohibida por la ley en México. Sin embargo, la realidad muestra que quienes viven en pobreza enfrentan obstáculos enormes para hacer valer sus derechos, desde la falta de asesoría legal adecuada hasta la complejidad de los procesos judiciales. Esto no solo perpetúa la desigualdad, sino que alimenta un resentimiento social que puede desbordarse en conflictos.
La pobreza es una categoría especial que debe recibir atención prioritaria en el sistema judicial y es urgente que el Estado implemente un protocolo especial para garantizar que la justicia sea realmente para todos, porque entender y enfrentar esta realidad es clave para construir un país donde la justicia no sea un privilegio, sino un derecho que llegue hasta el último rincón.
¿Por qué la pobreza es la mayor barrera para acceder a la justicia?
En un Estado de Derecho, la justicia debe ser un bien accesible para todos por igual. Sin embargo, la realidad cotidiana en México y muchas otras regiones del mundo demuestra que no todas las personas pueden acceder de manera efectiva al sistema judicial. La pobreza, más allá de la carencia material, se convierte en una barrera estructural que impide ejercer derechos fundamentales, entre ellos, el acceso a la justicia.
¿Negar justicia por razones de pobreza equivale a discriminación? La respuesta no solo es afirmativa desde un punto de vista ético, sino también jurídico: la Constitución mexicana prohíbe cualquier forma de discriminación que atente contra la dignidad humana o menoscabe derechos y libertades, y los tratados internacionales suscritos por México también reconocen la obligación del Estado de garantizar la igualdad sustantiva.
A pesar de ello, millones de personas viven atrapadas en una lógica de exclusión que les impide acudir a los tribunales, acceder a asesoría legal, entender sus derechos o confiar en las instituciones. ¿Cómo se justifica esto en una democracia? ¿Qué responsabilidad tienen los gobiernos y los sistemas judiciales? Mostremos cómo la pobreza actúa como una categoría sospechosa que merece protección reforzada, y por qué es urgente construir un sistema de justicia que no excluya a nadie.
La justicia: un derecho que no llega a todos
Aristóteles decía que la justicia era la virtud suprema que regula las relaciones humanas. En su obra Ética a Nicómaco, distinguió entre justicia distributiva —la que asigna recursos según el mérito o necesidad— y justicia correctiva —la que equilibra los agravios sufridos. Para él, la justicia consistía en dar a cada quien lo que le corresponde. pero ¿qué pasa cuando el sistema parece funcionar solo para unos cuantos?
En el contexto actual, esa visión cobra un nuevo sentido. Si a una persona se le niega el acceso a la justicia por su condición de pobreza, se rompe ese principio básico: no se le da lo que le corresponde como ciudadano, como ser humano. La desigualdad económica pervierte el equilibrio social, desvirtúa el concepto de legalidad y convierte la justicia en un privilegio reservado a quienes pueden pagarla.
El economista y filósofo Amartya Sen, ganador del Premio Nobel de Economía, reformuló el concepto de desarrollo y justicia, al enfocarse no solo en los ingresos, sino en las capacidades reales que tienen las personas para vivir la vida que valoran. El desarrollo, dijo, debe medirse por la libertad efectiva que tiene una persona para hacer y ser lo que desea: estudiar, participar, vivir sin violencia, acceder a la justicia.
Bajo este enfoque, la justicia deja de ser una meta abstracta para convertirse en una condición que amplía las capacidades humanas. Un sistema judicial que ignora la condición económica de sus ciudadanos perpetúa la exclusión y refuerza la pobreza. Por el contrario, una justicia incluyente actúa como motor del desarrollo humano.
Doctrina: pobreza como categoría sospechosa
Desde el derecho constitucional comparado, la pobreza ha sido reconocida como una “categoría sospechosa”, es decir, una condición que exige un mayor escrutinio por parte del Estado ante posibles discriminaciones. Al igual que ocurre con el género, la raza o la discapacidad, cualquier medida que afecte de manera diferenciada a las personas pobres debe ser justificada con base en criterios estrictos de razonabilidad y proporcionalidad.
El reconocimiento de la pobreza como categoría sospechosa obliga a los tribunales a adoptar una perspectiva estructural de los derechos, entendiendo que la desigualdad social no es accidental, sino producto de sistemas históricos de exclusión.
En el caso “Hacienda Brasil Verde vs. Brasil” (2016), la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió una sentencia histórica. Se trataba de trabajadores rurales en condiciones de esclavitud moderna, sin posibilidad de acceso a mecanismos judiciales. La Corte sostuvo que la falta de acceso a la justicia por motivos socioeconómicos vulnera el principio de igualdad ante la ley.
El fallo reafirma que los Estados tienen la obligación positiva de remover los obstáculos que enfrentan las personas en pobreza extrema para ejercer sus derechos. No basta con que el sistema judicial exista formalmente; debe ser accesible en la práctica.
La Corte IDH ha reiterado en múltiples sentencias que el acceso a la justicia debe estar garantizado sin discriminación por condiciones económicas. Ha establecido que:
- El Estado debe proveer asistencia legal gratuita a quienes no pueden pagarla.
- El acceso real a tribunales no debe depender de la capacidad económica.
- Las víctimas en situación de pobreza deben recibir atención diferenciada.
Este enfoque refuerza la visión de que la justicia también es un derecho humano, y su negación por motivos económicos constituye una violación internacional.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación en México (SCJN) ha ido consolidando la idea de que el Estado tiene obligaciones positivas, es decir, no solo debe abstenerse de discriminar, sino que debe actuar activamente para remover las barreras que impiden el acceso efectivo a los derechos.
En este sentido, la Corte ha señalado que el acceso a la justicia debe ser interpretado de forma amplia, no limitada a la existencia de tribunales, sino a la posibilidad real de ser escuchado, comprendido y defendido.
En diversos precedentes, la SCJN ha incorporado la perspectiva de vulnerabilidad como criterio obligatorio para el análisis constitucional. Este enfoque exige al juzgador considerar las condiciones estructurales que colocan a ciertos grupos en desventaja, como la pobreza, el género, la etnia o la discapacidad.
La justicia con perspectiva de vulnerabilidad permite emitir sentencias que corrijan desigualdades históricas y garanticen el ejercicio pleno de los derechos. Esto implica una justicia más empática, cercana y transformadora.
El Estado mexicano ha reconocido que el acceso a la justicia no puede ser un privilegio reservado para quienes tienen dinero o influencia. Por eso, en los últimos años ha impulsado reformas y políticas para acercar los servicios judiciales a las personas en situación de pobreza. Sin embargo, la realidad muestra que todavía queda mucho por hacer.
La Suprema Corte ha marcado la pauta con sentencias que obligan a eliminar obstáculos que impiden que los más vulnerables puedan acceder a la justicia. Pero no basta con eso. Se requiere un protocolo claro, una metodología especial que entienda que juzgar casos que involucran a personas en pobreza es diferente: implica considerar sus condiciones, brindarles asistencia legal efectiva, y simplificar trámites que a menudo resultan imposibles de afrontar para quien no tiene recursos.
El Cine que nos muestra lo que no queremos ver
A veces, la mejor manera de entender una realidad es a través del arte. Filmes como Presunto Culpable (México, 2008, por Roberto Hernández y Geoffrey Smith) cuentan historias reales de personas atrapadas en sistemas judiciales que parecen diseñados para dejarlos fuera. Nos muestran cómo la pobreza no solo es una cuestión económica, sino una cadena que impide defenderse y ser escuchado.
Otras cintas, como 12 Years a Slave (Estados Unidos, 2013, por Steve McQueen), y el documental 13th (Estados Unidos, 2016, por Ava DuVernay) , nos recuerdan que la esclavitud y la exclusión no son solo capítulos del pasado. Hoy, esas historias resurgen en nuevas formas de injusticia y discriminación que siguen golpeando con más fuerza a los pobres y a las minorías. La criminalización masiva en Estados Unidos, por ejemplo, es vista como una forma moderna de esclavitud, donde la justicia se aplica con desigualdad y crueldad.
Parasite (Korea del Sur, 2019, por Bong Joon-ho) refleja con agudeza la tensión entre pobreza y justicia exponiendo la violencia silenciosa que ejerce la desigualdad, y cómo la exclusión se convierte en tragedia.
Por su parte, The Purge (Estados Unidos, 2013, por James DeMonaco) refleja en clave de ficción un escenario extremo, pero no tan alejado de la realidad: un mundo donde la violencia y el odio de clases explotan cuando la exclusión social y la injusticia crecen sin control hasta que estallan.
Estas películas muestran comportamientos sociales que van desde el abuso tirano hacia personas en condición de subordinación (esclavitud) hasta la lucha contemporánea entre clases sociales. Se evidencia cómo la pobreza y la exclusión crean condiciones para la explotación, el parasitismo social (clases dominantes que se benefician a costa de los pobres) y el odio social que puede derivar en violencia.
La ficción sirve para traer a la realidad los conflictos no resueltos, subrayando la necesidad de políticas públicas que atiendan estas raíces estructurales y eviten brotes de conflicto social
El costo de ignorar el resentimiento social
Cuando la justicia no llega a todos, el malestar se acumula. Las personas que viven en pobreza, marginadas del sistema y sin posibilidades reales de defenderse, no solo enfrentan injusticias individuales: sienten que el país les ha dado la espalda. Ese sentimiento, que a veces se guarda en silencio durante años, termina transformándose en rencor social.
¿Y el Estado? Tiene la responsabilidad —legal, ética y social— de evitar que el acceso a la justicia siga siendo un muro para los pobres. No se trata solo de evitar la violencia, sino de construir una paz duradera basada en derechos, no en represión.
Los recientes conflictos sociales, como la protesta conocida como “la marcha por la gentrificación”, en la Ciudad de México, que derivó en violencia, ejemplifican cómo el descontento social no atendido puede estallar. Aunque presentada como un problema urbano, en el fondo revela la lucha contra la colonización económica y cultural, la exclusión de los pobres y la falta de acceso a la justicia y a derechos básicos.
Este tipo de eventos es una alarma para el Estado: si no atiende la exclusión estructural, la pobreza y la injusticia, el resentimiento social crecerá, generando inestabilidad y violencia.
La exclusión persistente de amplios sectores sociales, especialmente de personas en situación de pobreza, genera un caldo de cultivo para el resentimiento social. Este resentimiento es una respuesta legítima ante la injusticia estructural, la negación de oportunidades y la invisibilización de sus demandas. Sin embargo, cuando no es atendido adecuadamente, puede desembocar en conflictos sociales, violencia, polarización y desconfianza hacia las instituciones.
La lucha de clases, entendida como la confrontación entre grupos sociales con intereses económicos y políticos divergentes, se intensifica cuando las desigualdades económicas y el acceso desigual a la justicia se mantienen o aumentan. En sociedades con grandes brechas sociales, el resentimiento puede materializarse en protestas, movimientos sociales y, en casos extremos, en violencia generalizada.
Esta dinámica se observa en diferentes contextos, desde disturbios urbanos hasta manifestaciones masivas, donde los sectores excluidos expresan su descontento frente a un sistema que los margina y criminaliza. El resentimiento social, lejos de ser un fenómeno aislado, es síntoma de fallas estructurales que requieren una respuesta integral.
¿Es el rencor social también responsabilidad del Estado?
El rencor social es, en gran medida, responsabilidad del Estado. Como garante de los derechos humanos y la cohesión social, el Estado tiene el deber de prevenir las condiciones que generan exclusión, desigualdad y frustración social.
Cuando el Estado falla en garantizar el acceso efectivo a la justicia para las personas en condición de pobreza, no solo vulnera derechos individuales, sino que alimenta un ambiente de injusticia percibida y real que puede desencadenar resentimiento. La omisión o inacción estatal frente a la exclusión estructural contribuye a la deslegitimación de las instituciones, la pérdida de confianza ciudadana y la radicalización de las demandas sociales.
Por ello, la responsabilidad estatal no solo es jurídica, sino también política y social. Debe adoptar políticas inclusivas y mecanismos judiciales sensibles a las condiciones de pobreza, con el fin de disminuir la brecha de desigualdad y promover una cultura de justicia y respeto a los derechos humanos.
La respuesta del Estado: políticas y reformas hacia una justicia accesible
En el México contemporáneo, el acceso a la justicia debería ser un motor para el bienestar social, un acelerador que permita a las personas defender sus derechos y mejorar sus vidas. Pero para muchos en situación de pobreza, ese motor está frenado.
Desde una mirada más humana, la justicia es más que leyes y tribunales: es la garantía de que todos tengan las mismas oportunidades para ser escuchados. Por eso, expertos han propuesto que la pobreza debe entenderse como una condición que requiere atención especial, porque limita las capacidades reales de las personas para defenderse y participar en el sistema.
Frente a este desafío, los Estados tienen la obligación de remover las barreras que impiden a las personas en situación de pobreza acceder a la justicia. Las políticas públicas deben ir más allá de la retórica y construir mecanismos efectivos de atención, defensa y protección de derechos.
Entre las reformas urgentes se incluyen:
- Asistencia legal gratuita universal y de calidad
- Simplificación de procedimientos judiciales
- Lenguaje claro y accesible en los procesos
- Capacitación del personal judicial en perspectiva de pobreza
- Justicia itinerante y comunitaria en zonas rurales e indígenas
Estos instrumentos no son concesiones: son obligaciones constitucionales y convencionales que derivan de la dignidad humana.
¿Y si juzgáramos con perspectiva de pobreza?
No basta con declarar que la justicia es para todos. Hay que asegurarse de que eso ocurra en la práctica. Por eso, cada vez más voces piden que la Suprema Corte impulse un nuevo protocolo de actuación: uno que reconozca que vivir en pobreza cambia por completo la forma en que una persona enfrenta un proceso judicial.
¿Qué significaría esto? Que jueces y juezas tomen en cuenta la realidad socioeconómica de la persona juzgada. Que no se castigue con la misma dureza a quien roba por hambre que a quien lo hace desde el abuso del poder. Que se facilite el acceso a defensoría pública de calidad. Que los procesos se vuelvan más comprensibles y humanos. Y, sobre todo, que se trate con dignidad a quienes ya viven en una situación desventajosa.
Este protocolo no sería un privilegio, ni un favor: sería una manera de equilibrar la balanza. Porque si no se corrige la desigualdad desde el sistema judicial, se sigue alimentando el círculo vicioso de pobreza, exclusión y violencia.
Justicia para todos... ¿o solo para algunos?
La justicia no puede seguir siendo un espacio reservado para quienes tienen recursos, influencias o conocimientos legales. Mientras millones de personas vivan en pobreza y no puedan acceder a una defensa justa, hablar de igualdad ante la ley será solo un discurso vacío.
Este no es solo un problema legal: es un tema de dignidad, de humanidad y de cohesión social. Cuando el sistema no escucha a los más vulnerables, cuando encarcela sin pruebas, cuando niega la palabra a quien no puede pagar un abogado, se convierte en parte del problema. Y lo peor: alimenta una bomba de tiempo social que ya muestra señales de estar explotando.
La pobreza no debe ser una condena silenciosa a la injusticia. Por eso es urgente que el Estado —y en especial el Poder Judicial— actúe con visión, sensibilidad y valentía. Un nuevo protocolo para juzgar con perspectiva de pobreza no es un capricho: es una necesidad. Es reconocer que no todos corremos la misma carrera con las mismas condiciones.
Como sociedad, también tenemos una responsabilidad: dejar de normalizar la exclusión y empezar a exigir una justicia que llegue hasta el último rincón, a la última persona, sin importar su cuenta bancaria ni su apellido. Porque solo entonces podremos decir, con la frente en alto, que vivimos en un país verdaderamente justo.
Candidata a Ministra de la SCJN 2025 y Exmagistrada Federal





