Es fácil imaginar Internet como un fenómeno etéreo, inmaterial. En estos tiempos es normal, por ejemplo, conectarse a la red sin necesidad de cables, guardar datos en “la nube”, y suponer que la información fluye sin “ensuciarse” en el mundo táctil.
Lástima que estas suposiciones sean erróneas. La red de la cual dependemos es alarmantemente física y eminentemente vulnerable. Según el Mariscal Edward Stringer, exdirector de operaciones del Ministerio de Defensa británico, 95% del tráfico internacional de datos pasa por un pequeño número de cables submarinos. Hablamos de escasamente 200 cables, cada uno del grosor de una manguera de jardín y capaz de transferir unos 200 terabytes por segundo.
Esta red física tramita unos 10 millones de millones de dólares en transacciones financieras cada día. Tal y como explica Stringer, en los últimos 20 años, Rusia ha invertido fuertemente en sistemas capaces de atacar esta red de cables submarinos. El Kremlin cuenta hoy con una flota de sofisticados sumergibles no tripulados diseñados específicamente para estos fines. Y China también.
No es una amenaza verdaderamente teórica. Ya en octubre del 2022, el cable submarino que conecta las islas Shetland con el resto del mundo fue cortado en dos puntos. Pocos días antes, había sido detectada la presencia en esa área de un buque de “investigación científica” ruso. No es posible vincular la presencia del buque con el corte del cable. De hecho, la mayoría de las veces, los cortes se deben a accidentes con barcos pesqueros o a eventos sísmicos en el lecho marino. Aun así, esta coincidencia preocupó mucho a las agencias de seguridad de las potencias occidentales, quienes percibieron el incidente como una advertencia enviada por el Kremlin. Otro evento relevante en este sentido fue la decisión tomada en febrero de 2023 por las dos mayores empresas de telecomunicaciones chinas, quienes decidieron retirarse del consorcio internacional encargado de desarrollar una red de 19,200 km de cables submarinos que conectan el suroeste de Asia con Europa occidental.
Los impactos de un ataque coordinado contra los principales cables submarinos a nivel global serían incalculables. Un ataque simultáneo paralizaría el comercio global, la banca y las finanzas, el teletrabajo, y las industrias de tecnología y comunicación, provocando una recesión mundial. Pero el problema no sería meramente financiero: las cadenas de suministro del siglo 21 dependen de la transferencia constante de datos para coordinar la entrega de bienes y suministros. La interrupción de este flujo de datos podría causar un efecto dominó de retrasos y fracasos, que restringirían la integración económica, política y hasta cultural de diferentes zonas geográficas.
Más aún, la crisis financiera y económica que precipitaría un ataque de este tipo ni siquiera sería el mayor de los problemas. “Desconectar” los cables de potencias rivales, desembocaría en una crisis inmanejable, especialmente si la responsabilidad se le puede atribuir a un actor estatal específico, lo que podría provocar conflictos y reconfigurar alianzas. Los países que dependen en gran medida de la infraestructura digital serían los más afectados, y aquellos con capacidades autónomas de comunicación y tecnología podrían obtener ventajas estratégicas.
Desafortunadamente, tales escenarios no pueden ser ignorados, porque en altamar reina la anarquía. Los tratados internacionales existentes sobre el derecho a la navegación no cubren satisfactoriamente el caso de los cables submarinos. Este es un ejemplo emblemático de una realidad global que, a pesar de ser de gran interés público, no está adecuadamente protegida ni física ni legalmente. Hasta ahora las potencias marítimas se han abstenido de atacar a gran escala las infraestructuras submarinas. Obviamente, atacar los cables y conexiones submarinas del contrario provocaría costosas retaliaciones. Pero el equilibrio actual es inestable e inherentemente susceptible a disrupciones que pueden desestabilizar al sistema mundial de la noche a la mañana.
Cuando nos imaginamos los eventos que podrían suscitar una escalada entre Occidente y sus rivales, tendemos a olvidar esta realidad. Las sociedades contemporáneas no pueden funcionar sin la transmisión de datos que facilita Internet y, a su vez, no puede funcionar sin infraestructuras que son muy difíciles de defender.
La sensación de invulnerabilidad de Occidente es ilusoria, y sus rivales han entendido bien que ciertas infraestructuras —empezando por los cables submarinos— son su talón de Aquiles. Esta realidad subraya la necesidad de mantener relaciones mínimamente funcionales en la escena internacional.
La interdependencia entre países no es solo un concepto que utilizan los diplomáticos. Es una realidad que define el mundo de hoy. Este es un mundo en el cual los problemas, riesgos y amenazas se hacen cada vez más internacionales mientras que las respuestas de los gobiernos siguen siendo predominantemente nacionales. Hay problemas que ningún país puede resolver actuando en solitario. La necesidad de coordinar respuestas y responder colectivamente con eficacia a las amenazas es un reto para el cual el mundo no está preparado.
Miembro distinguido del Carnegie Endowment for International Peace
Twitter: @moisesnaim