El Estado de Derecho se sostiene sobre un principio esencial: el respeto a las decisiones judiciales. Sin embargo, cuando distintas autoridades comienzan a decidir qué resoluciones acatar y cuáles ignorar, ese principio se desmorona. El 13 de febrero, el Pleno de la Suprema Corte abordó un caso que expone con crudeza esta problemática: una Sala Superior que desconoció suspensiones en juicios de amparo, jueces de distrito que emitieron suspensiones en materias en las que no tienen competencia y un entorno institucional donde la obediencia selectiva a la ley se ha convertido en una peligrosa normalidad. La resolución de la Corte fue clara, pero los hechos que la originaron evidencian una crisis más profunda en la implementación de la reforma judicial y en la manera en que se concibe —y se manipula— la justicia en México.

El Pleno de la Suprema Corte discutió un asunto que, en esencia, pone en jaque el Estado de Derecho en su forma más fundamental. Se debatió cómo una Sala Superior, mediante asuntos generales, decidió que no debían acatarse suspensiones en juicios de amparo. Se analizó cómo jueces de distrito emitieron suspensiones, algunas en materia electoral, incluso cuando la normativa no lo permite. Y se evidenció cómo distintas autoridades han optado por decidir arbitrariamente qué resoluciones judiciales obedecer y cuáles ignorar.

He de comenzar señalando que la Sala Superior intentó impedir la participación de cuatro ministros de la Suprema Corte—Norma Piña, Gutiérrez Ortiz Mena, Laynez Potisek y Pardo Rebolledo—alegando una supuesta animadversión hacia la reforma judicial. Sin embargo, el Pleno de la Corte rechazó estos impedimentos con seis votos a favor de su improcedencia, al considerar que el TEPJF carecía de legitimación para plantearlos y que el caso no se trataba de la reforma judicial, sino de un conflicto de competencias dentro del Poder Judicial. Como bien puntualizó el ministro Laynez estos intentos tenían la intención de bloquear al Tribunal Constitucional, es decir, se buscaba a toda costa evitar una resolución que pusiera fin a la incertidumbre en la que tanto las autoridades como ciudadanía estamos inmersos, pues de aceptarse los impedimentos, el Pleno habría quedado sin quórum suficiente para sesionar.

Como señaló el ministro Gutiérrez Ortiz Mena, la realidad que este caso revela es inquietante: el Estado de Derecho no colapsa de un día para otro, sino que se erosiona lentamente, decisión tras decisión, cada una aparentemente justificable en su momento. A través de sentencias, comunicados y pronunciamientos públicos, diversas autoridades han normalizado lo que debería ser impensable: el desacato selectivo de resoluciones judiciales, la invención arbitraria de competencias y la subordinación del derecho a intereses políticos.

En términos concretos, la Corte determinó que aquellas sentencias de la Sala Superior que permitían desacatar e incumplir órdenes de suspensión en juicios de amparo son meras opiniones. Asimismo, ordenó a los jueces de distrito que hayan emitido suspensiones contra la implementación de la reforma judicial que revisen de oficio sus autos de suspensión en un plazo de 24 horas.

El primer aspecto a destacar de lo que vimos este jueves es lo complejo y caótico que ha resultado la implementación de la reforma al Poder Judicial, al grado de que ni siquiera se ha respetado. Basta con observar lo que el propio poder reformador estableció en las reglas transitorias. El artículo décimo primero señala: “Para la interpretación y aplicación de este decreto, los órganos del Estado y toda autoridad jurisdiccional deberán atenerse a su literalidad y no habrá lugar a interpretaciones análogas o extensivas que pretendan implicar, suspender, modificar o hacer nugatorios sus términos o su vigencia, ya sea de manera total o parcial”.

Esto contrasta drásticamente con lo ocurrido en el Senado, donde se insacularon nombres sin una evaluación de idoneidad y se remitieron al INE en nombre del Poder Judicial, trasladando una responsabilidad que no le corresponde y en abierta contradicción con el texto constitucional.

El segundo punto clave lo planteó el ministro Laynez al referirse a las suspensiones emitidas por diversos juzgadores de distrito. ¿Hubo excesos en algunas de ellas? Muy probablemente. Pero para ello existen recursos específicos contra las suspensiones provisionales y definitivas. Sentar un precedente donde cada autoridad pueda decidir arbitrariamente qué suspensión acatar y cuál ignorar tendrá consecuencias directas sobre la ciudadanía. ¿Por qué? Porque legitima la discrecionalidad en la aplicación de la justicia. Si hoy se permite ignorar una suspensión judicial, mañana cualquier derecho puede quedar sujeto a los intereses del poder en turno.

Lo que ocurrió en este caso no es un episodio aislado, sino una señal de alarma. Cuando el Estado de Derecho se convierte en un campo de batalla político, el mayor riesgo no lo corren las instituciones, sino la ciudadanía. Si permitimos que la aplicación de la justicia dependa de quién las emite, o de si nos agrada el contenido, dejamos abierta la puerta para que mañana cualquier derecho pueda ser vulnerado sin consecuencias. La resolución de la Corte restablece, aunque sea un poco, un límite, pero el verdadero desafío es evitar que se sigan erosionando las bases sobre las que descansa nuestro sistema de justicia. Es necesario recordar que la ley no es opcional ni negociable, y que su integridad es la única garantía real contra el abuso del poder.

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