Hay debates que no buscan convencer, sino reafirmar lo que creemos que nos define y por ende lo que somos. Ezra Klein, en su libro Why We’re Polarized, explica que la política contemporánea ya no se organiza alrededor de ideas, sino de identidades. No votamos, ni debatimos, con la cabeza, sino con el sentido de pertenencia. Defendemos causas no porque las compartamos y entendamos, sino porque creemos que nos definen.
La discusión sobre la reforma a la Ley de Amparo fue una muestra clara de eso. Pocas veces en la historia reciente una modificación técnica del derecho había generado tanta pasión, tanto ruido y tanto miedo. En redes y en el Congreso, la pregunta dejó de ser si el cambio fortalecía o debilitaba los derechos de las personas; lo que importaba era otra cosa: de qué lado estabas. Si apoyabas la reforma, estabas a favor del pueblo. Si la criticabas, “defendías privilegios”.
El amparo, por su naturaleza, nunca ha sido una cuestión de bandos. Es el mecanismo que permite que cualquier persona, independientemente de su filiación política, pueda enfrentarse al poder y sus excesos. Convertir su defensa en un campo de batalla ideológica es traicionar su espíritu. No se trata de si el derecho protege a unos u otros, sino de si seguimos creyendo que todos merecemos protección frente al abuso de autoridad.
Klein sostiene que la polarización no nace del desacuerdo, sino del miedo a perder estatus, reconocimiento o pertenencia. Y eso explica buena parte de lo que hoy vemos en nuestro país. En lugar de hablar del contenido de la reforma -de sus riesgos para la suspensión, del estrechamiento del interés legítimo, de la posibilidad de que la autoridad alegue “imposibilidad material” para no cumplir sentencias-, discutimos sobre lealtades políticas.
El problema es que este tipo de polarización no admite matices. Todo se lee en clave de traición o de obediencia. Así, quienes defendemos la independencia judicial no somos vistos como personas preocupadas por la separación de poderes, sino como parte de una élite que se resiste al cambio. Y quienes impulsan la reforma no son considerados reformistas, sino adversarios del Estado de derecho. En esa narrativa binaria, la Constitución se vuelve un campo minado.
Lo más peligroso es que esta lógica afecta también a las instituciones. Si la persona juzgadora que concede una suspensión es “enemigo del pueblo”, y el que la niega es “aliado del poder”, la justicia pierde sentido. Ya no importa el razonamiento jurídico, sino la etiqueta política que se le imponga a cada decisión. Y ahí, como advierte Klein, la democracia se vacía: dejamos de debatir para ganar argumentos y empezamos a debatir para confirmar y reforzar nuestras identidades.
Quizá la salida esté justo en lo contrario: en reconocer que la imparcialidad judicial no es una trinchera contra el cambio, sino su condición de posibilidad. Que la crítica no equivale a traición. Y que el amparo, lejos de ser un privilegio, es la última línea de defensa de quienes no tienen poder.
Si todo se reduce a “nosotros” contra “ellos”, terminaremos destruyendo lo único que nos permite coexistir: la idea de que el derecho protege incluso a quien no piensa como nosotros. Ahora, la reforma pasará a la Cámara de Diputados, donde la discusión espero, pueda continuar no como una batalla de identidades, sino como un debate jurídico sobre cómo proteger mejor los derechos de todas las personas.