Se han gastado ríos de tinta con análisis sobre el ya globalmente conocido caso del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, y aun así no es suficiente para magnificar el horror que se vive en nuestro país, en nuestro estado y, principalmente, el horror que viven los familiares de personas desaparecidas de saber que cada nuevo amanecer es también un día más sin que les haya encontrado.
Me quiero centrar aquí en argumentar algo que hoy en día ya debería ser obvio: que las desapariciones en México, y la forma en que se ha tratado el problema pública y gubernamentalmente, son claras muestras de la criminalización de la pobreza en el país. No sólo porque afecta más a los estratos más vulnerables de la sociedad, sino porque incluso las desapariciones se han justificado criminalizando la pobreza de forma revictimizante, además de que lo mismo sucede con muchas de las estrategias para combatir la problemática.
Más allá de qué autoridad es la responsable específicamente del caso de Teuchitlán (incluso entendiendo la serie de omisiones y terribles manejos que han hecho tanto la fiscalía de Jalisco como la FGR), sabemos que el reconocimiento y la solución de la urgente problemática de las desapariciones en el país es algo a lo que los gobiernos de todos los órdenes han tratado de huir.
El exgobernador de Jalisco, Enrique Alfaro, sistemáticamente se empeñaba en decir que las personas desaparecen porque “se van por voluntad propia”. Además, Jalisco dejó de alimentar y comunicar los datos de desapariciones a la Comisión Nacional de Búsqueda hace tres años. De igual forma, la estrategia del nuevo gobernador Pablo Lemushabía sido criticada por los colectivos de buscadoras.
A nivel federal, sabemos que las desapariciones en México incrementaron en los sexenios de Calderón y Peña Nieto, incluso aquellas relacionadas con motivos políticos. Queda en la memoria histórica el horroroso papel de Calderón con las terribles frases de “en algo andaban” y “se están matando entre ellos”.
Más recientemente, el gobierno de López Obrador emprendió una campaña activa para desconocer las cifras de personas desaparecidas, presiones que incluso tuvieron como consecuencia la renuncia de la titular de la Comisión Nacional de Búsqueda (CNB) en 2023. Los resultados del “censo de personas desaparecidas” de dicho sexenio presentan graves errores, donde “volvieron a desaparecer” a las víctimas.
Para el nuevo sexenio, el problema de las desapariciones en México seguía sin ser de interés relevante entre las estrategias del gobierno federal. Para 2025, la presidencia de Claudia Sheinbaum disminuyó en casi 20% el presupuesto para la Comisión Nacional de Búsqueda, con un recorte de casi 50 millones de pesos (situación que en días pasados ha prometido revertir).
La cereza en el pastel de la indolencia gubernamental ante la problemática es el caso de la búsqueda en Panamá del General Catarino Garza, ordenada por López Obrador, que utilizó un presupuesto de 10 millones de pesos. Tal monto equivale al 4% del presupuesto total de la CNB, y suena apabullante frente a la mísera cifra de 2 mil pesos por cada persona de las 125 mil desaparecidas en el país. En México, si eres pobre, el Estado básicamente no te buscará al desaparecer.
Y es que no todas las personas están expuestas por igual al peligro de desaparecer. Esto, como muchos otros delitos, es algo que afecta más a los más pobres, y la solución tiene que pasar antes por reconocer esto. Una simple revisión de las colonias en donde más desaparecen personas en la ciudad de Guadalajara muestra clara evidencia de que las desapariciones se presentan principalmente en las zonas más pobres de la ciudad.
De igual forma, reconocer la causa de las desapariciones por reclutamiento forzado implica reconocer otra forma de criminalización de la pobreza. Durante años, la narrativa oficial de prácticamente todos los gobiernos ha asegurado que la “vía para acabar con la criminalidad en México es disminuyendo los índices de pobreza”, ya que esto acabaría con la principal razón para “delinquir”: el aspiracionismo de una mejor vida (nuevamente, narrativas meritocráticas).
Así, la perspectiva liberal no percibe a “los pobres” como culpables, pero sí como motor de la delincuencia. Aún peor, la perspectiva conservadora los percibe también como culpables por “elegir” ingresar a las filas del narco. Claramente ambas parten de una construcción social estigmatizante de la pobreza.
Pero aún más allá de eso, que cada vez haya más evidencia de personas desaparecidas víctimas de reclutamiento forzado, que simplemente acudían a buscar un empleo de alrededor de 12 mil pesos mensuales (como probablemente sucedía en el Rancho Izaguirre), debería ser suficiente para darle la vuelta a la narrativa estigmatizante y criminalizante de la pobreza.
No, la criminalidad en México no sé explica simplemente por la existencia de una lacerante pobreza y desigualdad. No se explica porque “los pobres son potenciales delincuentes”. No se explica porque las víctimas de desapariciones “en algo andaban”, ni porque “sólo buscaban una mejor vida”. En realidad, es un complejo entramado de fracasos gubernamentales, asociado con un negocio claramente lucrativo y una administración de la violencia en conjunto entre el Estado y otros actores.
En lugar de llevar hacia allá la discusión, en redes sociales y medios de comunicación se han desgastado entre críticas del oficialismo hacia el valioso trabajo de los colectivos de buscadoras (buscando “defender” al gobierno actual), y las inservibles críticas de la oposición que “no supo” contener el problema años atrás cuando gobernaba.
Desde nuestra trinchera, toca apoyar en sus exigencias a los colectivos y a las víctimas, así como exigir un cambio radical en la estrategia para que el caso del Rancho Izaguirre no quede en el olvido ni se repita, y para encontrar a los cientos de miles de personas desaparecidas en el país. Y nunca más criminalizar la pobreza.