Los tiroteos en Estados Unidos y en otros países son, lamentablemente, eventos frecuentes que requieren ser comprendidos y atendidos con seriedad. Sin embargo, no todos tienen las mismas características ni responden a las mismas motivaciones. El ocurrido el miércoles en Minneapolis es un buen ejemplo para ilustrarlo. Una persona, identificada por la policía como Robin Westman, una mujer transgénero, abrió fuego contra las ventanas de una iglesia católica, asesinando a dos niños de 8 y 10 años, y dejando 17 heridos, de los cuales 14 eran menores. Westman murió tras dispararse a sí misma. Aunque la policía aún no ha establecido la motivación, el FBI investiga el caso como un acto de terrorismo doméstico y un crimen de odio contra católicos. ¿Qué define si un ataque de este tipo constituye terrorismo? ¿Cómo opera el terrorismo en casos así? ¿Y por qué alguien opta por esta forma específica de violencia? Algunos apuntes al respecto:

Primero, el término “terrorismo” está, desafortunadamente, altamente politizado y con frecuencia se utiliza para describir casi cualquier forma de violencia que se perciba como extrema o “más grave” que otras. Ese uso tiende a ocluir un tipo muy específico de violencia que sí existe, que tiene rasgos propios y que necesitamos comprender bien para poder reducir su frecuencia o, al menos, mitigar sus efectos.

Segundo, el terrorismo no es cualquier violencia que produce terror, sino violencia concebida y premeditada PARA producir terror. En el terrorismo, el grupo o individuo atacante busca emplear a las víctimas directas —siempre civiles o no combatientes— como simples instrumentos para inducir un estado de conmoción, shock o miedo exacerbado en terceras personas. Estos terceros son las víctimas indirectas, que no sufren el ataque en términos físicos, pero sí en términos psicológicos. De ese modo, el terror funciona como vehículo para canalizar reivindicaciones, comunicar metas o visiones políticas, influir sobre actitudes, opiniones o conductas de esos terceros y, en consecuencia, ejercer presión política sobre liderazgos o personas que toman decisiones. Así, el actor perpetrador percibe que sus metas y objetivos, usualmente de carácter político, avanzan de manera eficaz.

Tercero, esta serie de factores nos obliga a estudiar fenómenos como: (a) la psicología de la persona atacante, es decir, su proceso de radicalización hasta llegar al punto en que decide que la violencia contra civiles es necesaria para alcanzar sus objetivos políticos; (b) los efectos psicosociales en las víctimas indirectas, que van desde el contagio de estrés colectivo hasta manifestaciones como el estrés postraumático —presente, según la evidencia, no solo en quienes presenciaron los hechos de manera directa, sino incluso en una parte de quienes se expusieron a la narrativa de los mismos a través de medios o redes—, así como las consecuencias políticas del atentado; (c) por tanto, el rol de los medios y las redes en la retransmisión y reproducción de los mensajes y símbolos pensados por el atacante; y (d) los efectos propagandísticos logrados por el perpetrador, tanto para atraer seguidores blandos a su causa como para sumar seguidores duros, que validan no solo las metas políticas sino también los medios empleados en el ataque.

Cuarto, por consiguiente, la dimensión de un ataque terrorista no está en la cantidad de víctimas fatales o los daños materiales ocasionados, sino en la magnitud de los efectos psicosociales y políticos que logra el perpetrador, el alcance de la cobertura que obtiene, el número de reproducciones, visitas, interacciones y contactos que genera, y, en consecuencia, el impacto que consigue en la modificación de actitudes, opiniones, conductas y decisiones, tanto en los liderazgos políticos como en la sociedad en su conjunto.

Quinto, cuando opera este tipo de dinámicas y motivaciones, el acceso a las armas pasa a un segundo plano. Ciertamente, la facilidad para obtenerlas, como ocurre en Estados Unidos, favorece la comisión de actos como los que observamos, y, como ha señalado Brian Phillips, incrementa la letalidad de los eventos. Sin embargo, la evidencia y la experiencia con atentados terroristas en todo el globo, muestran que, si un individuo se ha radicalizado hasta el punto de decidir cometer un acto, basta con un cuchillo casero, un machete, un hacha o una navaja, y un teléfono para filmarlo todo, y tomar rehenes, herir o matar personas para generar miedo, con el fin de comunicar sus metas y reivindicaciones.

Sexto, como resultado, es necesario monitorear y estudiar el fenómeno a nivel global, no solo cuando ocurre en Estados Unidos o Europa. Si se hace, se observarán tendencias como el repunte de atentados terroristas en distintas regiones del mundo, especialmente en África, pero también en Asia. Solo el año pasado en Siria, por ejemplo, se cometió prácticamente un atentado terrorista cada día. En el Sahel africano, el terrorismo está profundamente entrelazado con factores como el crimen organizado, las insurgencias e incluso la competencia entre superpotencias por espacios estratégicos.

Por último, más allá de identificar tendencias generales, cada caso constituye un universo propio que debe analizarse bajo sus circunstancias específicas para poder aprender del fenómeno y prevenirlo de manera más efectiva. En ese sentido, el de Minnesota es uno que merece seguimiento detallado.

El caso está siendo investigado como terrorismo, efectivamente, porque todo indica que la motivación del acto podría ser ideológica, aunque esto deberá confirmarse con las investigaciones en curso. De momento, las primeras revisiones a sus redes sociales muestran una amplia exhibición de videos, escritos y agravios notorios. El NYT afirma que las cuentas de redes sociales del atacante revelan una fascinación por las armas de fuego y los tiradores escolares, así como indicios de que el ataque había sido planeado con antelación, incluyendo un dibujo del interior de la iglesia. También contenían lenguaje antisemita y racista, amenazas contra el presidente Trump, banderas transgénero y el lema “Defender la igualdad”. Partes de un extenso diario, publicado en YouTube, estaban escritas en cirílico, el alfabeto utilizado en muchos países eslavos, incluidos Rusia y Ucrania. El líder de la ADL (Liga Antidifamación) en Estados Unidos afirmó que algunos de estos posts contenían mensajes antijudíos y antiisraelíes, aunque esto —como muchos otros elementos— aún está por verificarse. Por su parte, el FBI sostiene que el ataque podría ser un crimen de odio contra católicos.

La mecánica de un acto así, en teoría, consiste en que una atacante como Westman, usando la violencia como herramienta, logra obtener una enorme cobertura en medios y redes. Gracias a ello, millones de personas se exponen a publicaciones como las que señalé y entran en contacto con las ideas ahí difundidas. La estadística muestra que una parte de ese público aceptará la ideología —aunque no los hechos violentos— y contribuirá a propagarla (lo que genera seguidores blandos). Pero un pequeño porcentaje validará tanto las ideas como los métodos para difundirlas (seguidores duros).

De modo que, más allá de intentar desentrañar esta compleja mezcla de motivaciones, lo que se requiere es explorar cómo se gestó el proceso psicológico en Robin Westman: cómo ascendió paso a paso en la “escalera de la radicalización” (Moghaddam, 2009) hasta llegar a la convicción personal de que solo mediante este acto podía acercarse a sus metas políticas. Después, será necesario analizar cómo planeó el ataque, seleccionando objetivos, métodos y mecanismos.

Entenderlo importa justamente por lo que señalé al inicio. No se trata de “cualquier clase” de violencia, sino de una categoría muy específica, con efectos psicológicos y políticos que se amplifican en la medida en que nuestras sociedades están más interconectadas y dependientes de las redes sociales; aún más en tiempos de inteligencia artificial. Independientemente de que, por supuesto, siempre estamos del lado de las víctimas, comprender mejor este fenómeno ayuda a prevenirlo y a reducir sus efectos.

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