El armamentismo y el militarismo de otros tiempos, están de vuelta. La realidad es que nunca se marcharon a ninguna parte y podemos apreciar, a lo largo de las décadas de la posguerra fría, varios picos y caídas en estos rubros. Sin embargo, a partir de una serie de arreglos internacionales como los tratados para limitar o regular las armas, y a partir de nuevas prioridades y nuevos acomodos en el sistema internacional, fueron otros los problemas de seguridad los que marcaron la agenda durante años. No era lo mismo para EU combatir a Al Qaeda que lo que fue combatir a la URSS. Considere solamente que un país como Estados Unidos disminuyó sus despliegues de tropas en Europa en casi diez veces desde los puntos más álgidos de la Guerra Fría. Hasta antes de la guerra en Ucrania, la mayor parte de los países de la OTAN habían ido reduciendo considerablemente su gasto militar, justamente uno de los reclamos de Trump. Hoy en cambio, todo eso viene de vuelta. No se trata solamente de la expansión de los gastos en ejércitos y en armamento, o los mucho mayores despliegues de tropas que ya estamos viendo, sino del crecimiento de una profunda convicción acerca de que “nos equivocamos”; acerca de que las potencias solo entienden el lenguaje de la fuerza y el poder, y que, por tanto, solo “nuestras mayores capacidades” militares y una verdadera determinación a usarlas, podrán producir—a partir de la disuasión—alguna clase de estabilidad. ¿Hay alguna alternativa a ese pensamiento? En el texto de hoy lo revisamos.

Fuimos demasiado inocentes, sostiene esta línea argumentativa—muy presente en ensayos, artículos, reportes o en foros internacionales en Occidente. El planteamiento de la era de la posguerra fría consistía en que, gracias a la globalización con sus flujos comerciales y financieros, la interdependencia económica que se ha generado (incluso entre potencias en competencia como China y Estados Unidos, o bien, entre antiguos rivales como Rusia y los países de la Unión Europea), además de un complejo sistema de derecho internacional, arreglos e instituciones multilaterales, las probabilidades de guerras mayores habían disminuido considerablemente. Por consiguiente, sigue el argumento en Occidente, “nos fiamos” de países como Rusia y China, “les abrimos las puertas” de este sistema internacional, establecimos proyectos económicos, energéticos, comerciales y financieros con ellos, y creímos que, debido a ello, nunca se atreverían a hacer algo como lo que Rusia está haciendo hoy con Ucrania. Los costos serían altísimos, según creíamos.

“Debemos, por tanto, repensarlo todo”, según indican estos ensayos y personalidades. Las grandes potencias, al más puro estilo del realismo político, considerarán siempre sus decisiones y prioridades a partir de sus intereses y agendas, dentro de las cuales, lo económico siempre será secundario. Otros factores como la ocupación de espacios geográficos cruciales y el cada vez mayor incremento de las capacidades armamentistas son la única opción para contener las amenazas a lo que percibimos como nuestra seguridad nacional. Esas amenazas siempre han existido, pero durante muchas décadas la lectura era que éstas ya no procedían principalmente de otros estados nacionales. Por ejemplo, EU determinó durante muchos años que las mayores amenazas a su seguridad nacional procedían de actores no-estatales como Al Qaeda o ISIS. Otros estados priorizaron amenazas como organizaciones criminales, insurgentes o paramilitares, o bien, otro tipo de factores como la demografía o el riesgo ecológico entre muchos más.

El retorno de la rivalidad entre las superpotencias no inicia con la invasión frontal rusa a Ucrania, sino desde varios años atrás. Pero la interpretación que se está haciendo, por ejemplo, desde Europa Central y del Este, es que se desaprovechó la ventana de oportunidad que existía para realmente disuadir a Putin. Se debió actuar con mucha más fuerza contra él desde el mismo instante en que Rusia invade y anexa Crimea en 2014. La decisión de apoyar a Ucrania con armamento, con la expansión de los despliegues de la OTAN o con medidas como incorporarla a la Unión Europea, llega demasiado tarde y con muy escasa determinación, dijeron los ministros exteriores de Eslovaquia, Bulgaria y Letonia en el foro de Bratislava en 2022. El ministro de Letonia incluso indicó que no se trata de que la OTAN despliegue a un par de miles de soldados en algún lugar para que entonces, “cuando Putin decida invadir”, esas 2,000 tropas salgan corriendo a “avisarnos” que Rusia está invadiendo. Al revés. De lo que se trata es de ejercer despliegues militares y armamentistas de tal magnitud en todos los países de la OTAN en la zona, que a Putin ni siquiera se le ocurra la posibilidad de invadir como lo hizo con Ucrania; además de sumar a esa alianza, decían los ministros, a otros países que aún no forman parte de ella como Moldavia o Georgia.

En un artículo muy bien argumentado de ese año, The Economist afirmaba que Putin no debía de ninguna manera sentir que sus amenazas nucleares tuvieron éxito. Es decir, indica el texto, Moscú ha sido altamente eficaz en persuadir al mundo entero de que, si algún país de la OTAN hubiese entrado a Ucrania con tropas o aviones para defenderle, ello haría al conflicto escalar velozmente hacia una guerra nuclear. Occidente debía, en cambio, invertir recursos, armas y el mayor esfuerzo—y sin miedo—para que Putin “sea derrotado” y comprenda que sus capacidades nucleares no le permiten andar invadiendo países de su región.

La cuestión es que este pensamiento no se limita a Europa. Un ejercicio de simulación conducido por el Centro para una Nueva Seguridad Americana reveló también en 2022 que, si Washington buscase defender a Taiwán en caso de una invasión china, el conflicto podría rápidamente tornarse nuclear. Por tanto, recomendaba el equipo de expertas/os, esa invasión debe evitarse a toda costa mucho antes de que ocurra. La única alternativa para lograrlo, indicaba su ensayo en Foreign Affairs, es un mucho mayor despliegue de fuerza por parte de Estados Unidos en Asia, y comunicar eficazmente a China que Washington está absolutamente determinada a usar esa fuerza en caso necesario, de manera tal que Beijing piense mucho mejor las cosas antes de atreverse a invadir.

Esa serie de argumentos, como se puede ver, están siendo muy sólidamente estructurados y esgrimidos. Su penetración, sobre todo desde 2022, ha crecido a medida que pasan los días, y sus aplausos y vítores se están volviendo ya parte de la normalidad, sin que parezca estarse construyendo algún argumento alternativo que tenga un mismo nivel de eficacia y convencimiento. Y si acaso ese pensamiento paralelo sí existe, no está logrando la penetración necesaria como para incidir en la conducta de quienes están tomando las decisiones.

No es necesario volver a explicar, décadas después, los riesgos que conlleva un equilibrio de terror como el que se está reconstruyendo.

Quizás el problema mayor consiste en asumir que estamos ante “el retorno” de la Guerra Fría, o en una “Guerra Fría 2.0” siendo que 2025 es 2025, no 1950. Las condiciones económicas del planeta por citar solo un ejemplo, son completamente diferentes, lo cual genera niveles de interdependencia que no se conocían en otras eras. Ante semejante interdependencia, el precio que hay que pagar por o una guerra o incluso por “castigar” al enemigo es demasiado alto. El mundo esta apenas comenzando a visualizarlo. Además, la conflictiva actual no es bipolar sino multipolar. La proliferación nuclear está siendo un factor no en uno o dos conflictos, sino en varios, en cada uno de los cuales se está leyendo la “ventaja” de tener armas atómicas y capacidades militares de alta tecnología. Más allá de ello, hoy existe una infinidad de “otros” conflictos activos (140 en total según el IISS), los cuales podrían llegar a insertarse en esta lógica de rivalidad entre superpotencias, generando otros frentes y otros huecos altamente vulnerables. Por último, actualmente contamos con más investigación. La economía del comportamiento, por ejemplo, nos ha explicado a lo largo de los últimos años, el rol de la irracionalidad en la toma de decisiones, lo cual, trasladado al escenario que planteamos, nos podría dejar en manos de algunos cuantos líderes que nadie puede asegurar que actuarán de manera racional en todo momento.

En fin, no es que acá tengamos las respuestas. Simplemente tenemos que empezar por asumir primero, que las lógicas de pensamiento que hoy están teniendo altísima penetración, nos colocan ante escenarios de equilibrios de terror que son insostenibles en el largo plazo; segundo, que el sistema de instituciones y arreglos multilaterales ha sido insuficiente para ofrecer alternativas eficaces ante lo que hoy está ocurriendo, y tercero, que se requiere hacer enormes esfuerzos para repensar y reconstruir a partir de esos aprendizajes. La paz armada es apenas un estado de “paz negativa” con un alto potencial de terminar por explotar de alguna u otra forma. La paz no se limita a la ausencia de guerra o violencia. Estudiar a fondo los factores que sí construyen y sostienen—de manera positiva—un estado de paz (tanto al interior de las sociedades como entre los países) es una tarea seria, a la que se han dedicado importantísimos centros de estudio y pensamiento desde hace décadas. Este es el momento de releer esas toneladas de investigación, adaptar ese conocimiento a las situaciones actuales y construir una línea de pensamiento alternativo que pueda ser a la vez convincente y viable.

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