Vaciar a las palabras de sus significados es una de las peores formas de quebrar la comunicación. Si escribo la palabra: día, no espero que quien la lea imagine que verá la luna y cielos estrellados. Si escribo: noche, confío en que mis interlocutores no piensen en la luz del sol. Pero si escribo una palabra vinculada al ejercicio del poder es probable que sus contenidos se pierdan entre una nube de significados contrapuestos o cargados de consignas.
Tengo presente el diálogo entre Alicia y Humpty Dumpty (Lewis Carroll, A través del espejo y lo que Alicia encontró allí, 1871)) donde el hombre con forma de huevo y sentado sobre una barda le dice a la niña exploradora que la palabra “gloria” significa que su argumento la ha derrotado. Cuando ella le hace notar que “gloria” no significa eso, Humpty Dumpty le responde en tono desdeñoso: “significa lo que yo quiero que signifique. Ni más, ni menos. —La cuestión está en saber —responde Alicia—, si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. La cuestión está en saber — replica Humpty Dumpty— quién manda aquí. Eso es todo”.
Con esa lógica impecable, se ha dicho que tenemos un gobierno de izquierda. Quienes ejercen el poder no reconocen otra cosa: ellos y ellas son de izquierda, y punto; y todos sus opositores son de ultra derecha. Pero sucede que ninguna de las dos afirmaciones es cierta, excepto porque lo dice Humpty Dumpty.
Dicen que son de izquierda porque persiguen, dicen, la igualdad. Su escudo es el lema adoptado por el gobierno de López Obrador (acuñado por González Pedrero en Tabasco): “por el bien de todos, primero los pobres”. Pero más allá del lema, no hay nada: no son de izquierda radical ni tampoco son socialdemócratas.
Los comunistas no aceptarían de ninguna forma el predominio de la propiedad privada, ni la negociación de tratados comerciales con el imperio gringo, ni la existencia de otros partidos, ni las libertades políticas básicas de prensa, expresión, asociación y huelga que, a pesar de todo, siguen vigentes y son defendidas por el gobierno como banderas propias: “prohibido prohibir”; “contra la ley, nada; por encima de la ley, nadie”; “a nadie se censura”, etcétera. No son comunistas.
Tampoco son socialdemócratas. Si lo fueran, no estarían repartiendo dinero en vez de garantizar derechos sociales universales; tampoco estarían hostilizando a quienes se organizan para salvaguardar sus derechos laborales; no aceptarían que la fuerza de trabajo sea mayoritariamente informal y sin protección social alguna; no se meterían con las pensiones; no se atreverían a concentrar el poder como lo han hecho, en demérito de la pluralidad, de la independencia judicial, del federalismo y del municipalismo; no defenderían el sistema fiscal regresivo y burocrático que nos ahoga; no atacarían, sino que promoverían la organización social y la participación ciudadana en todos los frentes posibles. No son socialdemócratas.
Algunos militaron hace años en partidos con ideas y programas de izquierda y con más o menos vocación autoritaria. Pero luego se hicieron del gobierno en la Ciudad de México y se dispusieron a ensanchar sus clientelas. El ejercicio del mando los cambió, pues más de la mitad de su vida profesional la han vivido a bordo de coches oficiales y ocupando oficinas con amplias cuotas de autoridad política. Y para nadie es un secreto que, cuando se ejercen posiciones de poder, los ideales revolucionarios tienden a ceder su sitio al pragmatismo de las decisiones imperativas y las luchas callejeras, a las negociaciones en salas de juntas.
Es una pena, porque México votó por la izquierda y necesita un gobierno socialdemócrata, que no ha tenido jamás. Lo que hoy tenemos es otra cosa: una autocracia populista a secas.
Investigador de la Universidad de Guadalajara

