La ecuación es muy compleja, porque la amenaza más grave a la soberanía no es la que está haciendo el gobierno de Estados Unidos sino la que ha venido construyendo el crimen organizado desde que comenzó este siglo. El problema principal es que la ofensiva externa se apoya y se entrelaza con la debilidad interna del Estado mexicano, que está atorado en una red de intereses cruzados y contradictorios que entorpecen y condicionan su capacidad de decisión.
Todas las variables de esta ecuación son dependientes entre sí: como en un tablero de ajedrez, el movimiento de una sola pieza modifica la situación de todas las demás. De entrada, no sabemos hasta dónde podrían llegar el machismo imperialista y la codicia personal del presidente Trump. ¿Qué quiere exactamente? Nadie puede responder esa pregunta porque quizás ni el propio Trump lo sabe: quiere todo y querrá más, mientras encuentre las palancas suficientes para exigirlo. Quiere demostrar a sus electores que ha sido capaz de detener la migración ilegal y el tráfico de fentanilo, pero también quiere hacerse de la industria automotriz de México y quiere controlar la fabricación y la venta de productos electrónicos, incluyendo los semiconductores; quiere el petróleo del Golfo de México (y de paso el golfo mismo) y quiere que México sea barda para contener la migración; y quiere, en fin, mostrar el músculo de Estados Unidos para eliminar del mapa a sus nuevos enemigos favoritos: los cárteles criminales mexicanos (más uno venezolano y otro salvadoreño).
Obviamente, el gobierno mexicano está obligado a enfrentar al macho gringo, pues de lo contrario sus demandas seguirán creciendo. Pero, del otro lado, la presidenta Sheinbaum necesita controlar la casa propia para evitar que, en aras de defender la soberanía de la amenaza externa, acabe entregándola a los dueños de la violencia interna.
La reacción inmediata del gobierno mexicano ante la designación formal de los cárteles como organizaciones terroristas es apenas un botón de muestra. Modificar dos artículos fundamentales de la Constitución para advertir a Estados Unidos que cualquier incursión suya en territorio mexicano será castigada con las penas más severas no es cosa trivial, pues los mensajes escritos en esa decisión son rudos. Leídos en términos coloquiales parecen decirle a Trump: “Los criminales que persigues son mis criminales y, aunque podamos negociar y cooperar, si los atacas en mi casa te respondo”. El punto es la defensa de la soberanía, pero lo cierto es que los cárteles deben sentirse complacidos.
La trama se complica porque el Mayo Zambada —cuyo talento criminal es indiscutible— decidió poner al gobierno mexicano en una delicada trampa jurídica y moral: exige ser repatriado y juzgado en México porque su entrada a Estados Unidos fue producto de un secuestro. En su solicitud escribe la amenaza explícita: si el gobierno mexicano no responde y no pide su extradición, las relaciones bilaterales “podrían colapsar”. ¿Qué tanto poder acumula el fundador de uno de los cárteles declarados como terroristas por el gobierno de Estados Unidos, que puede darse el lujo de poner las relaciones diplomáticas entre la espada y la pared?
De aquí el último conjunto de variables: para ponerse firme con Estados Unidos y, a la vez, gobernar a México en paz, la presidenta Sheinbaum no sólo tendría que quebrar los vínculos y las alianzas que se han ido tejiendo entre los cárteles y muchos de los gobiernos locales del país, sino exhibir y someter a varios de los políticos de su partido que han coqueteado o negociado espacios de poder con los grupos criminales y, eventualmente, desafiar a su mentor.
Empero, no podrá con todos a la vez. Tendrá que elegir y asumir las consecuencias de sus decisiones.
Investigador de la Universidad de Guadalajara