Sí, los libros llegan solos. De veras: hay un momento en que dejamos de elegirlos y son ellos quienes se cuelan por las puertas y aparecen sobre el escritorio o en los rincones del librero.

No siempre son novedades. A veces llegan libros viejos o reediciones que vienen reclamando su vigencia. Los envían amigos que comparten el oficio y piden que les dediquemos nuestro tiempo. Algunos son producto de las controversias y se suben a la mesa para demostrar que nos equivocamos. Otros llegan por editores generosos que nos tienen en sus listas, por editoriales universitarias o amigos bibliófilos que nos comparten lo que están leyendo. Y algunas veces llegan por mensajería sin remitente: tocan a la puerta y se meten a la casa.

En las ferias de libros se pegan como lapas. Hace mucho que no compro casi nada en esos encuentros. Voy sin falta a la FIL de Guadalajara y muchas veces a la de Minería. Eventualmente voy a otras, cuando puedo. Y aunque me propongo salir ligero acabo cargando bolsas llenas de esos polizones. Algo parecido sucede en los congresos académicos, en los seminarios a los que me invitan o en las visitas que hago cuando me convocan a impartir alguna conferencia o una clase. Y lo peor es que una vez que llegan a mi mesa, cobran vida y gritan, patalean y chillan exigiendo mi atención.

Ahora llegan también como e-books. Aunque me he negado a sucumbir al canto de las sirenas de las redes sociales (que cada vez deshonran más su nombre, por antisociales) se cuelan por las únicas que uso: el WhatsApp y mi correo electrónico. Yo entiendo que eso no está bien, que es ilegal, porque no se pagan regalías. Pero sucede cada vez con más frecuencia. Hace apenas unos años decidí ir guardando esos otros libros en una biblioteca digital y ayer, cuando la abrí para buscar un título, me fui de espaldas. No recuerdo cómo se llenó ese archivo que hoy tiene ya miles de páginas, de bytes o como se diga. Sospecho que conspiran con una inteligencia artificial que va subiendo nuevos títulos cada vez que me descuido.

He leído múltiples variantes de este mismo tema y siempre creí que era literatura de ficción, desde la biblioteca de Babel de Borges, pasando por el Libro Salvaje de Juan Villoro, los ensayos de Umberto Eco o Los Días y los Libros de Daniel Goldin, entre muchos, muchos otros. Pero no es ficción sino experiencia repetida. Quienes han escrito sobre la magia de los libros que se reproducen solos, se mueven, aparecen de repente o hacen ruidos para espantarnos en la noche, no están haciendo una metáfora: nos dicen la verdad a secas.

En estos días he pensado seriamente en librarme de las promesas que les he hecho a mis libros, porque no sólo necesitaría dos vidas más para leerlos con cuidado (una biblioteca es un proyecto de lectura, escribió José Gaos), sino que tendría que obligarles a expulsar a los que van llegando para no acumular más compromisos: que hagan un muro fascista contra los migrantes nuevos. Alguien me sugirió que ahorre tiempo con las recién nacidas plataformas electrónicas que sintetizan la lectura, como NotebookLM o el consabido ChatGPT, o cualquier otra. Pero pienso que sería una traición. Un libro resumido por la IA ya no es un libro.

P.D. Me tomé este respiro porque estoy harto de los despropósitos de los autócratas que nos gobiernan y de quienes los defienden, balando. Harto de buscar explicaciones al odio de Netanyahu, de Trump, de López Obrador, de Sheinbaum, de Putin, de Bukele (suma y sigue) en contra de quienes no piensan como ellos quieren. ¿Habrá guerra? ¿Seguirá la polarización? ¿Se consolidarán los gobiernos autocráticos? Sí, a todo. Por eso, si fuera libro, llamaría a mis congéneres a plagar las casas de esos líderes, aunque sea para hacerlos tropezar. ¡Libros del mundo, uníos!

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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