Hay una realidad real y otra imaginaria: mientras la primera escuece al país, la segunda se impone como eje de la deliberación pública. Quienes intentamos ceñirnos a lo que puede verse, tocarse y probarse parecemos perdidos, pues en tierra de ciegos, el tuerto es el único ciego. Lo que importa no son los hechos, sino las palabras. O mejor: el poder de quien las pronuncia.
La realidad real es que estamos atestiguando uno más de los momentos estelares de la corrupción mexicana. No estamos ante un puñado de malas personas enriquecidas a expensas del poder público, sino ante una enorme red de complicidades activas, silencios comprados y chantajes cruzados entre funcionarios, marinos, militares, servidores públicos estatales, parientes de la clase política y empresarios de primera generación que han hecho negocios multimillonarios con el patrimonio de la nación, a la luz del día y durante un largo periodo.
Pero en la realidad imaginaria, lo que se presenta es un “golpe de timón” en la Marina Armada de México, para limpiar la imagen de las fuerzas armadas que han sufrido una mancha injusta infligida por algunos individuos aislados que traicionaron sus votos patrióticos. En esa realidad paralela, la presidenta Sheinbaum habría decidido aprovechar el “momentum” para abrir el expediente de los vínculos entre el gobierno de Tabasco y el crimen organizado, con el propósito de sacudirse a quienes intentaban poner en duda su liderazgo.
En ambos casos, se da por hecho que los riesgos y los costos están calculados; que las acusaciones no tocarán de ninguna manera a Andrés Manuel López Obrador; y que el gobierno saldrá airoso de esos episodios porque habrá confirmado su compromiso con la honestidad valiente. La cosa pasará a la historia, se dice, como una lección fabricada con indiscutible talento político: aquí nadie miente, nadie roba y nadie traiciona.
Sucede, sin embargo, que en México existe un sistema nacional anticorrupción que fue diseñado para evitar que esos hechos ocurrieran. Pero de eso no se habla —eso forma parte de la realidad real— porque el gobierno anterior decidió boicotearlo, mientras el presidente añadía más y más funciones a las fuerzas armadas, protegidas por el secreto de la “seguridad nacional”, con presupuestos cada vez más generosos y puestas al margen de los controles establecidos para el resto de la administración pública. La realidad real es que, en vez de seguir las normas establecidas por la Constitución, el presidente anterior prefirió celebrar sesiones con el “gabinete de seguridad”, en el que se sentaban al alba de cada mañana tres de los personajes directamente implicados en aquella trama de corrupción.
¿Dónde quedó la inteligencia institucional, mandatada por ley, que debió impedir que esas redes rapaces medraran con el erario? ¿Qué estaba haciendo la Unidad de Inteligencia Financiera, mientras su titular diseñaba reformas electorales? ¿Por qué se bloquearon los informes sobre el dinero que manejaban las fuerzas armadas? Ninguna de esas preguntas tendrá una respuesta puntual, porque lo relevante en este momento es indagar hasta dónde llegará el segundo piso de la transformación para afirmar su autoridad sobre cualquiera de sus adversarios, por las buenas y por las malas.
Discutir sobre expedientes, controles internos, auditorías externas, métodos de designación y ascenso de puestos, licitaciones, adjudicaciones de contratos, o sobre archivos y medios de acceso a la información pública es mucho menos interesante que inventar estrategias geniales de nuestra clase política. Pero lo cierto es que ahí están las raíces del frondoso árbol de la corrupción, que nuestras élites mantienen intactas, porque les conviene. Esa es la realidad real. Todo lo demás es el humo que viene del fuego.
Investigador de la Universidad de Guadalajara