La presidenta Sheinbaum ha estado afrontando situaciones muy difíciles durante las últimas semanas, que han desafiado y puesto en entredicho la supuesta superioridad moral del movimiento que encabeza y aun de su propia investidura. No me refiero solo a sus reacciones frente a la ofensiva del presidente Trump (que merecen un comentario aparte), sino a los escándalos que han poblado la prensa en estos días y al lugar que ha elegido nuestra presidenta para lidiar con ellos.
El caso de Cuauhtémoc Blanco es emblemático. A todas luces, los dirigentes de Morena se equivocaron de palmo a palmo. No es que el exgobernador haya afrontado la acusación por intento de violación después de haber acreditado una trayectoria ética impecable, sino que esa acusación vino como una suerte de colofón tras una larga lista de despropósitos acumulados durante su pésimo gobierno en el estado de Morelos. De hecho, ya su sola postulación como candidato a diputado era moralmente indefendible. Pero este cierre de filas para evitar su desafuero, ordenado quizás desde Palenque, fue el colmo.
La presidenta pudo haber intervenido en sentido opuesto, pero optó por anularse a sí misma: es cosa del Congreso, dijo. Pero también añadió dos cosas más: que la acusación de acoso sexual con tentativa de violación carecía de validez moral, porque había sido presentada por un fiscal corrupto y defensor de feminicidas. Un argumento que, de seguirse hasta sus últimas consecuencias, significaría que la validez de un delito no depende del delito mismo, sino de la autoridad moral del fiscal que lo investiga. Lo que la presunta víctima haya padecido importa poco; lo que vale es la opinión de la presidenta sobre el fiscal que recibió el caso. Si ese criterio se extendiera a todos los fiscales que tenemos, casi ningún delito podría ser denunciado.
Pero dijo más: dijo que era necesario presentar las pruebas del acoso que habría sufrido la media hermana del exgobernador. Nadie en esa conferencia mañanera hizo la pregunta obvia: ¿qué pruebas, presidenta? ¿Cómo prueba una mujer un intento de violación, que se comete en un espacio cerrado e íntimo? ¿No sabe nuestra jefa de Estado que el principio básico de esos casos es creer lo que afirman las víctimas quienes, por la naturaleza de ese delito, no pueden ofrecer pruebas? Los atenuantes o los agravantes vienen después, según las circunstancias de cada caso. Pero pedirle a una mujer que pruebe que un hombre quiso violarla es imposible.
En el caso de Teuchitlán, Jalisco, los tropiezos morales han sido parecidos. La vida de los jóvenes levantados por el crimen y la angustia de sus madres y de sus hermanas han sido presentadas como un agravio construido para lastimar al gobierno. Y el debate planteado por la presidenta no ha podido ser más ominoso: los malos dicen que el Izaguirre era un campo de exterminio; los buenos, que solo era un campo de entrenamiento para jóvenes secuestrados y obligados a trabajar para los grupos criminales, a cambio de conservar su vida. Vaya pues.
La autoridad moral se gana por la coherencia entre lo que se dice y se hace. Por eso es tan difícil invocarla cuando se toman las riendas del Estado. La presidenta Sheinbaum se encuentra ante dilemas éticos muy complejos, pero advierto que está perdiendo de vista la consistencia entre sus palabras y los hechos.
No es posible defender a Cuauhtémoc Blanco ni alegar que la tragedia de Jalisco fue inventada, ni exigir que las mujeres presenten pruebas del acoso que denuncian, ni descalificar crímenes en función de la talla moral de los fiscales, y seguir hablando de la superioridad moral sin despeinarse. El gobierno se rige por la ética de la responsabilidad y no por códigos sagrados, como una secta. Al César lo que es del César y nada más.
Investigador de la Universidad de Guadalajara