El 1 de septiembre a las 11:00 horas se presentó el informe de gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum, pero doce horas más tarde emergió el personaje que llenó el escenario: Hugo Aguilar Ortiz, el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, quien se presentó a sí mismo como el segundo indígena de la historia en presidir ese poder después de Benito Juárez. Debo confesar que me sorprendió su indudable vocación de poder. Y supongo que no soy el único.
El problema más relevante que ha enfrentado la presidenta Claudia Sheinbaum es la muy evidente ausencia de carisma que, como una lápida, le ha pesado durante los primeros meses de su mandato. Advertida de ese defecto, ella ha optado –quizás con razón— por renunciar a suplir la fuerza carismática de su mentor para adoptar, en cambio, la herencia de su lenguaje, sus ideas y su proyecto. La presidenta ha sido una alumna distinguida del maestro. Pero no lo ha superado: lo ha seguido hasta en los énfasis y se ha propuesto, en efecto, construir un segundo piso a partir de los cimientos del poder que le fue entregado por López Obrador. Nadie sensato podría poner en duda que no ha sido fiel o que ha deshonrado su misión: extender el sexenio que comenzó en el 2018, hasta el 2030.
Pero el carisma no se hereda. Y la doctora Sheinbaum, más allá de todas las virtudes que posee, carece de ese rasgo fundamental para el ejercicio del poder político. En cambio, el ministro presidente de la Corte lo tiene a manos llenas: con dominio pleno de su entorno y sin titubear en ningún momento, asumió la presidencia del Poder Judicial con la soltura del experto y la calma de quien ya atisba el destino. No es lo mismo –perdón por esta precisión— apellidarse Sheinbaum que Aguilar Ortiz y hablar en lengua de la comunidad ñuu savi antes de pronunciar una palabra en castellano.
El discurso del nuevo presidente de la Corte fue todo menos jurídico. Es un político a todas luces que, además, ha hecho propia la doctrina de la así llamada 4T con tanta soltura como naturalidad. La mezcla de promesas de imparcialidad, pero con preferencia explícita sobre los más pobres y más vulnerables y, muy especialmente, sobre las comunidades indígenas; la oferta de convertir a la Corte en un tribunal de justicia, por encima de ataduras legales; la propuesta de contribuir a la construcción de una nueva etapa de la historia mexicana destinada a destruir los privilegios de las élites, para favorecer a los desposeídos que buscan justicia; y la muy reiterada posición de legitimidad que, en su opinión, le otorgó el pueblo a través de las urnas, me hablan de un político que tiene muy claros sus propósitos y las bases sobre las que habrá de construirlos.
Ruego a los lectores de esta nota que registren la muy anticipada fecha en la que escribo: no dudaría que haya más de uno considerando, desde ahora, la fuerza simbólica de Hugo Aguilar Ortiz como candidato para el 2030, bajo las siglas de Morena y sus aliados. No me atrevo, en cambio, a cruzar apuestas sobre su desempeño como presidente de la Corte, porque observo que su mirada política rebasa con creces la parsimonia jurídica, sine ira et studio, que exige esa labor. No la tiene ni la adquirirá: es un político de tiempo completo, que llegó al cargo que ahora ocupa tras haber promovido la reforma al Artículo Segundo de la Constitución y de haber garantizado el éxito de las consultas a los pueblos indígenas sobre el Tren Maya y el Interoceánico.
El día de la toma de posesión de Aguilar Ortiz en la Suprema Corte de Justicia, la presidenta Sheinbaum quedó relegada al segundo plano, mientras el nuevo Juárez ponía de rodillas a sus colegas. Morena lo cuidará con esmero hasta el 2029. ¿Querían carisma después de AMLO? Pues ahí lo tienen.
Investigador de la Universidad de Guadalajara.