Basta una ojeada a la oferta de la FIL 2024 (que desde hace 38 años organiza la Universidad de Guadalajara) para darse cuenta de la relevancia que ha cobrado la fugaz velocidad de las redes digitales en el pausado y perdurable mundo de los libros. A pesar de la habitual diversidad de la feria internacional del libro más importante de nuestro idioma, una buena parte de la conversación libresca que inició el sábado pasado está influida por la necesidad de comprender las consecuencias de ese nuevo espacio electrónico global, superinformado, instantáneo, cutáneo, anónimo, enconado, polarizado, emocional, olvidadizo, masivo, mentiroso, artificial, vanidoso, demandante y omnipresente.
Es imposible comprender el deterioro de la democracia sin tener presente la impronta de ese nuevo mundo. El régimen democrático está basado en la deliberación, en la información verificada sobre los problemas específicos que deben resolverse colectivamente, en el respeto a las normas que sirven para organizarnos sin abusos, en la tolerancia y en el análisis sensato de las distintas propuestas, programas y candidaturas que compiten por el respaldo electoral de cada persona. La democracia exige calma y, para consolidarse, apela a la razón. En cambio, los medios digitales van de prisa, simplifican en imágenes o en frases cortas lo complejo, privilegian emociones, estimulan la intolerancia y generan decisiones y reacciones a un tiempo rápidas y efímeras.
Ese mundo es el territorio ideal del populismo y de sus múltiples variantes: nada es exactamente lo que es, sino lo que parece y aparece en redes. No hay argumentos sólidos sino sentimientos exacerbados y construidos sobre el rechazo a otros, sobre personajes que responden a la rabia y la frustración y sobre promesas vagas de un futuro insuperable. Sin las redes electrónicas y sus efectos efímeros, vacuos y emotivos, ninguno de los líderes del populismo cada vez más extendido por el orbe habría tenido éxito. La vuelta de Donald Trump al gobierno de Estados Unidos no es explicable sin ese mundo digital, en el que han crecido también los Erdogan, de Turquía; los Orbán, de Hungría; los Maduro, de Venezuela; los Narendra Modi, de la India; los Bukele, de El Salvador; los Bolsonaro, de Brasil, o los Giorgia Meloni, de Italia y, por supuesto, los López Obrador de México.
Dicen que no es lo mismo: unos son de izquierda y otros de derecha. ¿Cómo se distinguen? Porque unos identifican al enemigo como el extranjero (al inmigrante) y privilegian el mercado libre, mientras que los otros ven al enemigo dentro (los conservadores) y privilegian al partido hegemónico. Fuera de eso, todo lo demás es una gota de agua comparada con otra gota de agua: el pueblo es uno, es sabio y es suyo; quienes no están con los líderes están en contra de ese pueblo; el pasado fue glorioso y se perdió por culpa de esos enemigos que deben anularse; el gobierno debe actuar como partido al servicio de la causa; la única verdad que existe es la que se repite desde el poder político y se amplifica en redes; y el futuro será glorioso tan pronto como los enemigos sean vencidos. Unos dicen que repartirán empleos por las inversiones venideras y otros por los presupuestos públicos, pero todos son nacionalistas, intolerantes, maniqueos, impermeables a los argumentos y, en el sentido más exacto de este nuevo concepto digital, grandes influencers.
En la FIL se está discutiendo (entre muchas otras cosas) cómo lidiar con eso y con los problemas que nos están ahogando (por encima de la dicotomía chafa de buenos contra malos) porque la pobreza, las violencias, la corrupción, las migraciones, la falta de agua, la inflación, la aglomeración urbana y el deterioro de la tierra no pertenecen a la realidad virtual.
Investigador de la Universidad de Guadalajara