Ninguno de los grandes episodios que han marcado la historia de México ha sido ajeno al mundo que nos rodea. El prócer se equivocaba: nuestra mejor política interna ha sido, siempre, una reacción o una consecuencia de los acontecimientos surgidos en otros países. Sin esos hechos externos como motor o disparador de los propios, nuestro panteón de héroes patrios sería muy distinto. Y esto sigue siendo cierto hasta nuestros días.

Como ayuda de memoria hay que recordar que el movimiento de Independencia surgió tras la derrota de la Corona española frente a la expansión napoleónica y se consumó once años después, como reacción ante el triunfo de los defensores de la Constitución de Cádiz contra la monarquía de Fernando VII, allá en la Península. Por eso, aquí, nacimos monárquicos y no republicanos. Cuatro décadas más tarde, la invasión francesa no se explicaría en absoluto sin las disputas territoriales de Europa y sin la guerra de Secesión de los Estados Unidos. Tampoco el triunfo posterior de Juárez habría sucedido sin el auxilio que recibimos del presidente Lincoln, cuando éste ganó sobre los confederados de su país. A su vez, el origen de la Revolución Mexicana sería inexplicable sin el respaldo que recibió Madero del presidente William H. Taft, mientras que el curso de ese movimiento cambió dramáticamente por la intervención del embajador Henry Lane Wilson a favor del general Victoriano Huerta.

Tiempo después, la amistad entre el presidente estadunidense Roosevelt y nuestro Lázaro Cárdenas, así como la emergencia de la Guerra Civil española, enmarcaron la expropiación petrolera ante la resistencia británica, mientras que la Segunda Guerra Mundial y la colaboración mexicana con los países aliados creó las condiciones para el así llamado “milagro mexicano”. En sentido opuesto, los grandes fracasos de nuestra historia (empezando por la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio) también se han derivado de la secuela combinada de acontecimientos externos y decisiones internas (en estos otros casos, equivocadas o pusilánimes).

Puedo seguir, pero no creo que sea indispensable para explicar que ni Hidalgo, ni Morelos, ni Guerrero, ni Juárez, ni Madero, ni Cárdenas, ni cualquier otro héroe que se quiera añadir a esta lista eligieron las circunstancias externas que se les impusieron. Por supuesto, fueron protagonistas de sus decisiones y su conducta determinó en mucho el curso de los acontecimientos postreros, pero no crearon el entorno que enfrentarían ni se propusieron ser “héroes de la Patria”.

A partir de hoy, México volverá a vivir esa inexorable combinación entre amenazas externas y decisiones domésticas. La protagonista obligada será la presidenta Sheinbaum, quien tendrá que responder ante el triple desafío que supone el regreso de Donald Trump al gobierno de los Estados Unidos: el de la migración internacional, el de los cárteles criminales y el de nuestra economía entrelazada con ese país. Los tres están atados, a su vez, al desprecio que siente el mandatario estadounidense por la nación mexicana y a sus ínfulas imperiales.

A partir de hoy comenzará otro ciclo de nuestra vecindad y lo único que sabemos a ciencia cierta es que la presidenta Sheinbaum no podrá repetir otra vez las fórmulas manidas de su mentor y confiar en que no pasará nada, entre otras razones, porque ya está pasando. Podrá envolverse en el lábaro patrio y recordar la grandeza de los aztecas, de los olmecas y de los mayas, si quiere, o cantar el himno; pero además tendrá que tomar decisiones en cada uno de esos tres frentes porque, de no hacerlo, el poderoso, empoderado y prepotente vecino del norte lo hará por ella y, de ser así, no tendrá más opción que reaccionar mientras nos atropella. Ahora sí veremos cómo se hace historia.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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