Leer mal una época es la cosa más fácil del mundo. La condición indispensable es dejarnos llevar por las modas, por lo coyuntural y lo efímero. Leerla bien exige pensar seriamente y situarnos allende las fronteras de lo común. Abundan, por ejemplo, quienes reducen la lectura del momento a la búsqueda nerviosa de la “conclusión” definitiva. Está de moda gritar a los cuatro vientos que el país cambió y la democracia liberal falló. No es tan sencillo. Hay algo, sin duda, de fracaso en la idea del orden liberal, pero de ahí a renunciar a sus postulados básicos hay, me parece, un océano infranqueable.
La idea del fracaso liberal, desde la división de poderes hasta la fuerza normativa de la Constitución, se beneficia de la convicción general de que hay heridas no atendidas, y hasta exacerbadas por el liberalismo. Ciertamente las hay, pero antes de detectarlas, conviene recordar lo básico: el liberalismo sólo pretende influir en la forma en que se gobierna. No en quién gobierna sino en cómo. La distinción es de Ortega y es elocuente. El liberalismo nada dice sobre el sujeto que detenta el poder. El soberano puede ser uno, algunos, o muchos. Lo que el liberalismo impone son los cauces y los límites al ejercicio de ese poder. Se limita el poder en aras de garantizar, ampliar y defender las libertades individuales. De ahí su nombre.
El respeto a los derechos de libertad y su consecuente unción como precondiciones para el ejercicio democrático son logros que no pueden regatearse al liberalismo. No es poca cosa. Al fin y al cabo, las libertades políticas son las que hacen posible el control público y social de las decisiones políticas. Los derechos al voto, a ser votado, a asociarse políticamente, la libertad de pensamiento y expresión permiten la renovación del poder y una constante fiscalización del mismo.
La arquitectura institucional que garantiza esos derechos también es un logro liberal y tiene mucho de valiosa. La división de poderes, el amparo, el debido proceso, la fuerza normativa de la Constitución, el imperio de la ley, son todas instituciones liberales que operan como interdicciones ante la arbitrariedad. Funcionan para defender la igual libertad de todos. Nos defienden de los abusos. Porque, sí, el liberalismo parte de una profunda desconfianza hacia el poder. Se sospecha del poder, siempre. Por eso hay que domarlo, someterlo y fiscalizarlo mediante reglas.
En México, de alguna manera se ha asentado la idea de que gracias a esos límites al poder, la desigualdad y la miseria se han profundizado. El argumento no se sostiene. No hay relación causal entre ambos problemas; sólo hay —si acaso— correlaciones tramposas. El que se hayan instalado élites insensibles en los órganos del Estado, que se haya beneficiado a unos cuantos, y el abuso de la privatización de lo público, es consecuencia de una cierta ideología y de actos de corrupción, pero no de los límites instaurados para el control del poder. La división de poderes no trajo más corrupción; la independencia judicial, tampoco. El debido proceso no causa miseria, así como los órganos autónomos no traen más pobreza. La falla no está, en general, en su diseño; sino en quienes los manejan y en problemas de otro tipo. Problemas de seguridad, económicos, fiscales y de implementación de política pública. Esos problemas no resueltos son los que causan la mayor herida de la época liberal (no del sistema), a saber, la miseria y la desigualdad.
Dice bien Balin Magyar que “la democracia liberal ofrece límites morales sin soluciones de problemas —muchas reglas y no mucho cambio— mientras que el populismo ofrece solución de problemas sin límites morales”. [1] Eso es lo que ofrece MORENA. Eso es lo que estamos viendo en tiempo real. Según el oficialismo esos límites morales eran obstáculos para las soluciones que le urgen al país. Por eso han ido desmantelando uno por uno: la división de poderes (con la sobrerepresentación legislativa y la reforma judicial), el debido proceso (con la prisión preventiva oficiosa), la militarización de la seguridad pública, las autonomías constitucionales. Justifican esta destrucción en aras de lograr el bienestar del pueblo, aunque saben que no será así. Insisto, no hay causalidad.
Sin embargo, la otra cara de la moneda es la que debe alarmarnos. Vemos, qué duda cabe, un proyecto político que concentra cada vez más poder. Poder sin límites, poder sin control. Poder que si cae en malas manos puede hacer mucho daño, a mucha gente, en un santiamén. Así es el poder político: intrusivo, expansivo, devastador. Y el antídoto para eso, para un régimen cada vez más autoritario, sigue siendo y será el liberalismo. No hay otro.
@MartinVivanco
[1] Gessen, M., “This Is the Dark, Unspoken Promise of Trump’s Return”, The New York Times, noviembre 2024, disponible, en: https://www.nytimes.com/2024/11/15/opinion/donald-trump-orban-putin.html