Recuerdo aquellos años cuando Isabel Miranda de Wallace era alguien respetable. Todo el mundo hablaba de su valentía, se le veía en los noticieros acompañando a la crema y nata de la política mexicana en sendos eventos. Su voz llegó a ser fuente de autoridad no sólo en materia de políticas antisecuestro, sino de seguridad en general. Recuerdo una vez que me invitaron a un programa de radio para discutir del tema y ella estuvo en la mesa de opinión. Me llamó mucho la atención que llegó en una camioneta negra blindada con un séquito de seguridad equivalente al que protegía a secretarios de seguridad pública, gobernadores o fiscales. En ese entonces, no entendía lo que ella realmente representaba. De hecho, hoy estoy convencido de que pocos lo hacían. Nos faltaba algo que hoy tenemos a la mano: el libro de Ricardo Raphael, Fabricación.

No le aconsejo la lectura de Fabricación si usted quiere vivir en esa burbuja donde se cree que en México existe algo cercano a la justicia. Si desea mantener la ilusión, mejor quédese así: viviendo en el “ahora”. Bien decía Rossi que para dormir en paz es mejor rodearse del presente. En cambio, si quiere acercarse a la realidad de una maquinaria judicial y política atroz y de un personaje malvado en la historia reciente del país, le recomiendo leer Fabricación.

Hay muchas maneras de leerlo. Es un retrato, a la vez, del sistema de (in)justicia y de la construcción de un personaje a quien se le dio un enorme poder político y no tuvo empacho en ejercerlo de la manera más cruel y despiadada posible. Todo empezó con el supuesto secuestro de Hugo Alberto Wallace, hijo de Isabel, el 11 de julio de 2005. A partir de ahí, Isabel empezó a tejer una trama espectacular en donde todo iba a embonar de acuerdo con lo que ella dictó. Sí, dije bien: esta mujer llegó a tener tanto poder que pudo inventar un secuestro, una banda de secuestradores —a partir de una fotografía— y todo un asunto jurídico que fue confirmado en cada una de las instancias judiciales. A partir de exhibir a los supuestos secuestradores en múltiples espectaculares, de sus conexiones políticas y bastante dinero; Isabel Miranda de Wallace llegó no sólo al manipular sino a adueñarse del sistema de justicia de este país: asistía a todas las audiencias, participaba en los interrogatorios de los testigos e inculpados, y dictaba órdenes a la fiscalía y a los jueces a diestra y siniestra.

Miranda de Wallace logró hacer todo lo anterior mediante una extraña mezcla de recursos económicos y políticos propios del espíritu de aquel tiempo. Ricardo Raphael dijo algo clave en una entrevista con Carlos Puig: en ese momento la opinión pública pasó por alto el hecho de que exhibir en espectaculares por toda la ciudad a los supuestos integrantes de la banda de secuestradores era una flagrante violación a la presunción de inocencia. Nadie dijo nada porque eran los tiempos en donde los engranes de intermediación y control del priismo empezaban a sucumbir e iniciaba el desborde de la violencia; en particular, de los secuestros. El hartazgo y el miedo de la gente precisaban de alguien que les insuflara algo de esperanza. En lo que no se reparó es que la esperanza era una loba vestida de oveja.

El libro detalla la frialdad y la crueldad con la que Wallace actuó frente a todo mundo. No dudaba en amenazar a los testigos ni en torturar a los inculpados para que confesaran lo que ella quería (de hecho, todo el expediente se basa en una confesión de Juana Hilda González obtenida bajo coacción). No escatimó en denunciar a quien pudiera y en usar el poder del Estado a su beneficio. Lo hizo con testigos, familiares de los inculpados y hasta con la abogada que osó defenderlos, Ámbar Treviño. Pero eso no era todo: si algo le molestaba sobre el manejo de su asunto no tenía empacho en denunciar supuestos malos tratos por parte de las autoridades. Para todos tenía.

Miranda de Wallace obtuvo el mayor poder posible cuando el expresidente Felipe Calderón le dio todo su respaldo. A la distancia resulta obvio el porqué: ella quería que el Ejército la apoyara para detener al resto de los integrantes de la banda y él necesitaba legitimar a las Fuerzas Armadas para que actuaran en tareas de seguridad pública. Fue un ganar-ganar. Vaya, hasta le dieron el Premio Nacional de Derechos Humanos (no es broma) y logró ser candidata del PAN a la jefatura de gobierno de la Ciudad de México, con muy malos resultados, por cierto.

El otro retrato, el de sus víctimas, es aún más escalofriante. La maquinaria del sistema de procuración e impartición de justicia se muestra kafkiano en todo el sentido de la palabra. Vemos a los inculpados como al señor K: desprotegidos frente a fiscales y jueces, guardianes no de la justicia, sino del poder más descomunal y descarnado, maquillado por lenguajes incomprensibles y códigos indescifrables. Los testimonios de tortura que recoge Raphael son impactantes. Quedan en la memoria las violaciones a Jacobo Tagle y Brenda Quevedo, y cómo en un helicóptero amarraron de los tobillos a César Freyre para después dejarlo caer al vacío. Esto no pasó en Afganistán, sino aquí en México frente a nuestras narices.

Y a pesar de las pruebas de todo lo anterior, a pesar de que hay personas que han visto a Hugo Wallace con vida (por lo menos hasta 2007), Jacobo Tagle y Brenda Quevedo siguen sin sentencia en primera instancia. Los demás —César Freyre y los hermanos Albert y Tony Castillo— han sido sentenciados a decenas de años en la cárcel. Hay un último salvavidas: el amparo que promovió Juana Hilda González y que está en manos del ministro Gutiérrez Ortiz Mena. La resolución de ese amparo podría cambiar la vida de por lo menos 30 personas a quienes les fue arruinada por la fabricación de Wallace.

Abogado

@MartinVivanco

Raphael, Ricardo, Fabricación, Seix Barral, 2025.

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