Corría 1994, año difícil, escenario de los asesinatos de Colosio y de José Francisco Ruiz Massieu, el malogrado político guerrerense cuya promisoria carrera se veía truncada sin que todavía se tenga una explicación creíble de ambas tragedias. El trasfondo nacional era, como ahora, la percepción de impunidad y el clamor de justicia.
Hace 30 años el Estado impulsó un proyecto innovador que pretendía configurar un poder judicial independiente, diestro, honorable, salvaguarda de derechos, libertades y garantías. La idea se copió de España, sobre la tradición jurídica mexicana de tener un pie en España y otro en EU.
Ernesto Zedillo entendió la urgencia de la reforma. Al llegar a Los Pinos envió al Congreso una iniciativa constitucional. Nunca se supo bien quiénes la instrumentaron. La concepción académica estuvo a cargo de Héctor Fix- Zamudio, un pozo de sabiduría jurídica. La iniciativa contó con el apoyo del PAN, partido de abogados conservadores. El proyecto seguía la pauta del Consejo General del Poder Judicial de España, autoridad máxima en cuanto al gobierno del Poder Judicial.
La reforma no se entendió, hubo quien conspiró diciendo que era para evitar ministros afines a Carlos Salinas. Otros creen que la reforma fue para introducir en el sistema judicial una figura exótica. Se llegó a considerar un golpe de Estado. Pocos entendieron que se trataba de convertir a la corte en tribunal constitucional.
La Corte actuaba como un tribunal de casación, enmarañada en la morralla administrativa, ejerciendo el gobierno judicial, en una atmósfera viciada en que no había ni rendición de cuentas —ni siquiera cuentas—, en medio del nepotismo y la colusión de algunos ministros, magistrados y jueces con los despachos de abogados. Para ello se le dotó de facultades en materia de controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad. Otro órgano se encargaría de las tareas administrativas y de gobierno. Este propósito que se perdió por el impacto mediático de cesar a 24 de los 26 ministros que integraban el tribunal. El señuelo para que no chistaran —no debe olvidarse—: asignarles una pensión vitalicia que todavía disfrutan.
No obstante lo audaz de la iniciativa, dos senadores que habían sido ministros de la corte: Salvador Rocha Díaz y Trinidad Lanz Cárdenas la enmendaron para evitar que el CJF quedara por encima de Suprema Corte. La Constitución había establecido que las decisiones (todas) del Consejo de la Judicatura Federal serían definitivas e inatacables. A la primera oportunidad que un juez afectado por una decisión del CJF interpuso un amparo, constitucionalmente improcedente, la Corte en contra del texto constitucional resolvió la procedencia del amparo.
El Consejo nació herido de muerte con el dardo envenenado que le enviaron los ministros. Ante aquel episodio, Jorge Carpizo, cuyas reflexiones tanta falta hacen a la República, declaró que hubiera sido mejor desaparecer al Consejo de la Judicatura.
A 30 años lo que sobresale de la actuación del CJF es el sistema de carrera judicial, haber privilegiado el estudio y preparación judicial, así como el reconocimiento, premio y estímulo a los mejor capacitados y comprometidos con uno de los quehaceres más nobles del actuar público, como es impartir justicia.
Hace un siglo, el insigne Emilio Rabasa consideró que el poder judicial no era un verdadero poder, “porque nunca la administración de justicia es dependiente de la voluntad de la nación, y porque en sus resoluciones”, decía el autor de La Constitución y la Dictadura, “no se toman en cuenta ni el deseo ni el bien públicos, y el derecho individual es superior al interés común, pues los tribunales no resuelven lo que quieren en nombre del pueblo”.
Notable paradoja en que la tesis de un jurista porfirista, conservador, desconfiado de un poder judicial autónomo, sea la misma de quienes en 2025 desmantelaron instituciones en las que el Estado había invertido incontables recursos. Ahora todo, excepto el comedor de lujo de los ministros que aparecieron en los acordeones —y su bien dotada cava de vinos franceses—, todo lo demás quedó irremediablemente en el bote de la basura nacional.
Consejero fundador del Consejo de la Judicatura. mmelgara@derecho.unam.mx