Acogido a la generosidad de EL UNIVERSAL, mi periódico, transcribo lo que dijo Juan Carlos Melgar en la presentación de mi novela El brillo del caudillo (ya en librerías).

“Aquí estoy, frente a ustedes, no como un presentador formal ni como un lector neutro con gafas en la nariz, sino como un cómplice. Un testigo directo del estallido creativo que dio vida a esta criatura literaria llamada El brillo del caudillo. No es solo una novela: es un fogonazo, una bala en la oscuridad de nuestra historia nacional.

Compartir este acto de palabras con Claudia (Ruiz Massieu) —política sabia, amiga y sangre elegida— es un lujo que no se compra ni con tres maletas llenas de dólares. Recientemente hicimos un proyecto editorial que fue una especie de mambo creativo con tintes de delirio colectivo. Me gusta pensar que la misma chispa que nos encendió, esa pólvora emocional, era la misma que tenían mi papá y su amigo del alma, Pepe Ruiz Massieu.

Los cómplices literarios son una especie en extinción, pero cuando aparecen, revientan el cielo.

Y luego está Mario. Mariote. El abogado. El hermano. Me une a él la sangre, sí, pero también la risa, el compartir nuestros primeros años, y una serie de recuerdos que harían llorar a un psiquiatra. Es el mejor hermano que uno puede tener, pero ese lujo es solo mío. Lo que si, es que si necesitan un abogado que no venda su alma por un Rolex, pídanle sus datos. No cobro comisión. Bueno, tal vez una tarjeta de regalo de Ghandi.

Pero basta de sentimentalismos. Hablemos del verdadero invitado de esta reunión: el libro. El invitado de piedra que, si no lo han leído, ya los está observando desde la mesa de venta, con sus páginas cargadas de dinamita y sátira. El brillo del caudillo no es una lectura ligera para domingos . Es una experiencia. Un viaje. Una lectura suave que sube lento pero termina con fuegos artificiales.

Álvaro Obregón es el protagonista, sí, pero no esperen una estatua con corbata. No. Aquí el general aparece con cicatrices, deseos, traiciones, borracheras, política sucia y pasión desbordada. El tipo fue un cabrón legendario. Y el autor no lo perdona ni lo absuelve. Lo desnuda. Le hace justicia y al mismo tiempo lo deja sangrando.

Y lo más delirante: este libro juega con el tiempo. Es como si el autor se hubiera puesto hasta las chanclas con mezcal y decidiera meter a conocidos y contemporáneos nuestros en el México posrevolucionario. Gente que está aquí hoy —sí, ustedes, no se hagan— aparece entre líneas.

Enfrentan al caudillo, toman café con él, se enamoran, lo traicionan o lo admiran. Es un delirio que funciona, y eso no se logra fácil. Se logra con talento, osadía, y una pizca de locura funcional.

Y hay de todo. Intriga. Sexo. Pólvora. Política rasposa. El tipo de novela que no se disculpa por existir. Si quieren etiqueta blanca y lenguaje neutro, vayan a la biblioteca del Vaticano. Aquí hay alma, hay carne y hay cicatrices.

Obregón, el personaje, es un espejo roto de México. Tiene partes brillantes: la SEP, el muralismo, los libros… Y partes oscuras: el cinismo, el billete, el cañonazo de 50 mil pesos que todavía resuena como trueno en Palacio Nacional. Es como si en cada sexenio tuviéramos una variante suya, más o menos caricaturesca, pero igual de ambiciosa.

Este libro, El brillo del caudillo, es una cápsula del tiempo con el sello del siglo XXI. Te hace reír, pensar, beber, y maldecir la política nacional. ¿Qué más se puede pedir?

Estamos orgullosos. Estamos conmovidos. Y sobre todo, estamos listos para el siguiente libro, porque este ya lo leyó el viento. Que venga más. Que no pare la máquina. Que siga la imprenta del alma. Y que nos vuelva a reunir, con el mismo amor, a todos los que estamos aquí”.

Profesor de la UNAM

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