Se parte de una premisa fundamental: cada persona electora es adulta y, en el ejercicio de sus derechos políticos y de su propio criterio, decidirá este primero de junio si participa en las urnas, y cómo lo hace. Esta columna no busca dictar una ruta: ni llamar a votar, ni a abstenerse. Su intención es otra: aportar a la reflexión, alimentar las ideas ya digeridas o en proceso, y tal vez —con suerte— confrontarlas.

Si realmente creemos en la democracia, debemos respetar su núcleo esencial: una persona, un voto. En teoría, cada voz debería tener el mismo peso, venga de quien venga: del campo o la ciudad, de la academia o del anonimato, con doctorado o sin primaria. Pero no esta vez. Entre muchos otros problemas, esta elección judicial evidencia que el voto no vale igual. Así lo advierte el Observatorio Electoral Judicial: la distribución de candidaturas y vacantes provoca que el peso del voto dependa del lugar de residencia. ¿Sigue siendo válido el principio democrático si unas personas votan con más influencia que otras?

Se nos invita a votar para evitar que lleguen perfiles indeseables. Pero esa invitación ignora un hecho incómodo: el diseño de la reforma judicial abrió las puertas a la improvisación y al oportunismo. Ante la pregunta obvia que se planteó desde el principio “¿cómo garantizar que los mejores perfiles lleguen?” la respuesta del oficialismo fue “los evaluarán comités de los tres poderes”. Esa promesa, no garantía, se desdibujó pronto. Hoy vemos boletas llenas de nombres vinculados al crimen organizado, a sectas religiosas como La Luz del Mundo, o con antecedentes penales.

No se puede ignorar siquiera que las candidaturas del Poder Judicial no fueron propuestas por este, el Congreso ursurpó esa facultad a pesar de su prohibición constitucional, más cínico aún, las listas las definieron por tómbola. ¿Votar para que no llegue cualquiera? ¿No estamos votando, en realidad, por cualquiera? Las boletas están plagadas de perfiles improvisados, sin la mínima formación técnica o jurídica requerida. Eso sí, ahora pueden añadir en su currículum que alguna vez fueron candidatos a jueces o magistrados, como si eso, en este contexto, fuera un mérito.

Otra condición indispensable para que exista democracia es la competencia real y efectiva, supuesto que -oh sorpresa- tampoco se cumple. Hay candidaturas sin contrincante: basta un voto para que se les asigne el cargo. ¿Eso es una elección? ¿Eso es decidir? Cuando no hay opción, no hay elección: hay simulación.

A esto se suma la falta de información. La gran mayoría no conoce la diferencia entre un juez de distrito y un magistrado de circuito, ni conoce sus atribuciones. No les culpo, incluso hay campañas que lucran con la desinformación para hacer promesas que nacieron para incumplirse. En medio de esa confusión, proliferan los “acordeones”, listas para copiar al votar, a veces bien intencionadas, a veces impulsadas por partidos o gobiernos. Pero incluso los bien intencionados socavan la libertad de voto: ¿cuán libre y secreto es un voto que repite el criterio ajeno? ¿No es, en esencia, una persona votando por dos?

Frente a este escenario, se acusa a la abstención de indiferencia o incluso de complicidad, un juicio injusto, superficial y manipulador. No todas las abstenciones son apatía. Para muchos, anular el voto es una forma consciente de protesta, un rechazo legítimo a un proceso que se percibe como viciado, capturado y antidemocrático. No necesitamos intérpretes: el silencio, a veces, también es una forma clara de expresión, en especial para quienes nunca desde nuestras trincheras facilitamos esta reforma.

Hoy por hoy, no existen las condiciones mínimas para un voto informado, libre, secreto y competitivo, anhelo que durante décadas este país buscó construir tras una historia manchada por fraudes y autoritarismos. El libre albedrío que debería reflejarse en las urnas hoy se ve reducido, constreñido por intereses que buscan desdibujar los contrapesos y someter la justicia a su voluntad.

Pero incluso en este panorama sombrío, queda un resquicio de posibilidad: nada es eterno. Ni el Imperio romano lo fue. Y en esa certeza radica nuestra tarea: transformar las circunstancias. Quizás no esta vez desde las urnas —especialmente porque la democracia no se agota al voto—, pero habemos quienes buscaremos otras trincheras desde la participación activa, cotidiana y persistente, exigiendo transparencia, justicia y libertad con las otras herramientas ciudadanas que también nos pertenecen.

En todo caso, se deberían esperar 36 millones de votos porque son los que exigían esta reforma judicial, según el discurso impulsado desde el pasado 1 de junio. Si de verdad se trataba de una demanda ciudadana, como tanto se repitió, entonces que esos millones se presenten, con conciencia y convicción. De lo contrario, quizá quede en evidencia lo que desde el principio se sospechaba: que esta reforma no nació del pueblo, sino del poder; no para fortalecer la justicia, sino para someterla. Y ahí, en esa grieta entre la narrativa oficial y la realidad que vivimos, es donde florece el verdadero desafío democrático: reclamar, con voz propia y acción constante, el derecho a un país más justo, no sólo desde las urnas, sino desde todas las trincheras posibles.

NOTA: La autora reconoce la validez de resistencia expresada en las urnas pues una forma de expresión no exluye la otra. Se insiste, cada quien actuará conforme a su criterio.

Abogada especializada en Derechos Humanos por la UNAM y

Maestra en políticas públicas por la Universidad de Oxford. @DeLucioMariana

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