Soy mujer, legisladora, abogada, ciudadana. Pero en los últimos días, he sido reducida, atacada y delegitimada no por lo que digo, sino por lo que represento. He sido blanco de una campaña de violencia política de género.

SI, VIOLENCIA POLÍTICA DE GÉNERO, que se pretende justificar como “libertad de expresión”, pero que en realidad es un intento deliberado de silenciar, deshumanizar, y castigar mi presencia en el espacio público.

No se trató de una crítica técnica. No fue un debate sobre ideas. Fue un ataque personal, disfrazado de periodismo, que puso en duda mi trayectoria y mis capacidades únicamente por mi apellido. Y eso, además de falso, es profundamente violento.

Decir que una mujer está por “cuota política” no es opinión: es una forma de borrar su mérito, su trabajo, su historia. Es negar que las mujeres somos capaces por nosotras mismas. Es un mensaje peligroso que se replica y alimenta otras violencias: acoso en redes, insultos, amenazas. Y si, no es casualidad que, después de esas declaraciones, se activara un linchamiento digital contra mí.

Desde el inicio de mi carrera, supe lo que implicaba portar un apellido con historia. No me hago la ingenua: entendí que habría quienes lo usarían para intentar reducirme, minimizarme o desprestigiarme. Incluso consideré dejarlo, omitirlo. Pero no, no pienso borrar quién soy solo para hacerle cómoda mi existencia a los demás. Porque si algo tengo claro es que una mujer no tiene por qué pedir perdón por existir, por tener voz, por tener fuerza, ni por tener un nombre.

Y lo digo claro, para que a nadie le quede duda: yo no tengo cola que me pisen.

No he vivido del erario.

No le debo favores a nadie.

No he negociado principios por posiciones.

No me escondo detrás de padrinazgos, ni de arreglos en lo oscuro.

No he traicionado causas, ni he usado las luchas de otras como escalera.

Mi carrera no es prestada, ni fingida, ni comprada. Es mía.

He trabajado este camino con disciplina, estudio y convicción.

Y si a algunos les incomoda que una mujer hable así de firme, con la frente en alto, pues que se incomoden más: porque no pienso callarme.

Todo lo que soy está a la vista: mi trabajo en territorio en la Alcaldía Miguel Hidalgo, mi agenda legislativa en defensa de los derechos de las mujeres, mi voz en tribuna, mi presencia constante. Yo sí doy la cara.

Y lo digo con orgullo: no tengo nada que ocultar. Pero muchos, muchísimos, no podrían decir lo mismo sin temblar.

Lo verdaderamente grave es que este tipo de ataques ya no son hechos aislados, sino una práctica cada vez más común: ejercer violencia política de género desde los micrófonos, las cámaras, las columnas de opinión, y las redes sociales bajo el escudo de la “libertad de expresión”, pero lo que en realidad se promueve es la exclusión. No se trata de cuestionar una propuesta o una decisión legislativa; se trata de deshumanizar a una mujer por atreverse a ocupar un lugar en el poder.

Y por eso es urgente decirlo:

LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN NO AMPARA LA VIOLENCIA.

LA CRÍTICA NO DEBE TENER GÉNERO.

Y EL PERIODISMO NO PUEDE CONVERTIRSE EN HERRAMIENTA DE CASTIGO PARA LAS MUJERES QUE DECIDIMOS ALZAR LA VOZ.

Esta violencia tiene muchas formas. Se manifiesta cuando se nos cuestiona más por nuestra imagen que por nuestras ideas, cuando se cuestiona nuestro apellido en lugar de nuestras propuestas, cuando se nos dice que llegamos por “cuota” y no por mérito propio, cuando se duda de nuestros logros pero se magnifican nuestros errores, cuando se nos acusa de ser “fragiles” si denunciamos y “agresivas” si respondemos. Es una violencia que castiga a la mujer visible, autónoma, pensante y poderosa.

Basta ver el caso de la Secretaria de Mujeres, Citlalli Hernández, una mujer brillante y trabajadora, cuya labor ha sido constantemente opacada por ataques centrados en su físico y no en su desempeño legislativo. A ella —como a muchas otras— no se le evalúa por sus ideas, sino por su apariencia. Y cuando eso se normaliza, como sociedad retrocedemos.

Este tipo de violencia busca lo mismo de siempre: que nos cansemos, que nos callemos, que renunciemos. Pero no lo lograrán.

Lo que está en juego no es solo mi voz, es el derecho de todas las mujeres a participar en igualdad de condiciones, sin ser violentadas ni ridiculizadas por hacerlo. Mi causa es la misma que me trajo hasta aquí: la defensa de los derechos de las mujeres. No me voy a quedar callada porque lo que se ha dicho no solo me afecta a mí. Afecta a todas las que vienen detrás. Y si hoy tengo la posibilidad de nombrarlo, denunciarlo y enfrentarlo, lo haré.

Porque callarse no es opción. Porque quedarse quieta no es neutral: es rendirse. Y nosotras no vinimos a rendirnos. Somos más que un apellido, más que un cuerpo, más que un atuendo. Y no vamos a pedir permiso para ocupar el espacio que hemos ganado.

Nuevamente lo sostengo sin titubeos: si alguien me prueba que llegué al Congreso por una “cuota política” y no por mi trabajo, renuncio en ese momento a mi curul. Pero mientras no lo hagan, exijo respeto.

Porque no necesito permiso para estar aquí. Me llamo María Teresa Ealy Díaz, y mi lugar me lo gané trabajando, no heredando.

María Teresa Ealy Díaz

Diputada Federal

LXVI Legislatura

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