El 25 de noviembre no es una fecha simbólica.
Es un recordatorio doloroso y urgente de algo que este país insiste en normalizar: en México, ser mujer todavía es un riesgo.
Un riesgo para nuestra libertad, para nuestra seguridad y, demasiadas veces, para nuestra vida.
Y también es la exhibición pública de una ironía que indigna: llega el 25N y de pronto aparecen hombres vestidos con algo naranja, pronunciándose contra la violencia mientras, en privado, son los mismos que acosan, que humillan, que no respetan a las mujeres. Los mismos que ejercen violencia simbólica, política, mediática o directa… pero ese día publican un mensaje “solidario”. Una simulación que ya no engaña a nadie.
Sé de lo que hablo.
A lo largo de esta legislatura, he tenido que presentar alrededor de siete denuncias por violencia política de género.
Porque incluso desde espacios de poder, la reacción automática ante una mujer que no agacha la cabeza sigue siendo la violencia.
En este país, levantar la voz todavía incomoda. Y lo incomoda todo.
Hoy hablo como diputada, sí, pero hablo sobre todo como mujer. Como una mujer que entendió que el silencio no protege a nadie y que nombrar la violencia es el primer paso para desmontarla.
Por eso hoy nombro también mi propia historia. Porque cuando una se atreve a romper el silencio, no solo se defiende a sí misma: abre camino para todas.
Sí, yo fui víctima de violencia.
Y el responsable tiene nombre: Alejandro Yapur Chedraui.
Y también tiene una condición que retrata la impunidad con la que este país opera: está prófugo desde hace más de un año, un año sin que las autoridades logren —o quieran— detenerlo.
Cuando un agresor puede esconderse tanto tiempo, no se trata de un hombre prófugo, se trata de un sistema que aún funciona mejor para proteger al violento que a la violentada.
Cuando decidí alzar la voz, enfrenté otra forma de violencia: la del estigma. Escuché comentarios tan hirientes como reveladores de la cultura que nos rodea: “A una niña de familia, preparada, eso no le pasa”. Como si la violencia fuera un destino reservado solo para ciertas mujeres. Como si la preparación, el trabajo o la familia pudieran blindarnos de un agresor. Pero no. La violencia no respeta biografías. Nos puede pasar a todas.
Mi compromiso con las mujeres no nació en los reflectores ni en una curul. Nació desde mi propia historia y desde las voces de mujeres que acompañé en la Fundación que encabecé: mujeres que llegaban con los silencios rotos, con el miedo en la piel y con la esperanza colgando de un hilo. Ahí entendí que la indignación, si no se convierte en acción, no cambia realidades, solo consuela conciencias.
Por eso, en esta legislatura he impulsado reformas que tocan lo que México todavía evita mirar: transporte gratuito para mujeres que huyen de sus agresores —porque escapar no puede depender de tener treinta pesos en la bolsa—, iniciativas contra la violencia ginecobstétrica, la prohibición de cirugías estéticas en menores, leyes contra la violencia política, medidas para frenar la violencia digital que destruye vidas en segundos, reformas para cerrar la brecha salarial, ampliar permisos de maternidad y garantizar derechos de mujeres indígenas, y la tipificación del encubrimiento de agresores sexuales, porque la impunidad es el refugio favorito de quienes violentan.
Cada propuesta nace de escuchar a quienes el Estado ignoró durante décadas.
La violencia no es un episodio aislado, es un fenómeno estructural que atraviesa la salud, la justicia, la economía, la movilidad y la política. Está en todas partes. Por eso nuestra lucha también.
Sí, hemos avanzado: tenemos instituciones más sólidas, por primera vez una Secretaría de las Mujeres y, por primera vez, una presidenta que rompe techos que parecían imposibles. Pero sería irresponsable llamar a esto suficiente. No lo es.
No mientras haya niñas desaparecidas, madres enterrando hijas, mujeres durmiendo con miedo dentro de su propia casa.
No, mientras vivir siga siendo un acto de resistencia para millones de nosotras.
El 25N no es un memorial del horror: es un llamado a la acción.
A la memoria. A la resistencia. A la justicia.
A recordar que esta lucha no es sectorial ni es una moda: es la lucha por el derecho más elemental de todos —estar vivas.
Hoy sé que ninguna mujer debería aprender a sobrevivir para después aprender a luchar.
La lucha tendría que ser innecesaria. Pero aquí estamos, vivas, firmes, organizadas.
Yo no pedí esta batalla, pero sé que puedo darla. Y la voy a seguir dando.
Por mí, por quienes ya no están y por las que hoy creen que no podrán salir, desde el Congreso y desde mi propia historia, seguiré legislando, denunciando y alzando la voz.
Porque esta lucha —nuestra lucha— nos convoca a todas.
Y porque a mí, como a millones, ya no me alcanza la vida para quedarme callada.
Diputada Federal
LXVI Legislatura

