En México, ser mujer es un riesgo. Ser mujer joven, visible, profesional, libre, comprometida o simplemente existente, es una sentencia de peligro permanente. Una condena a caminar con el miedo pegado a la piel. A no saber si volverás a casa. A no saber si serás tú la próxima noticia sangrienta que los medios repetirán una y otra vez, como si fuéramos un circo.

El feminicidio de Valeria Márquez no fue un asesinato más. Fue un espectáculo de terror: la mataron en vivo, frente a miles de ojos que no podían apartarse de la pantalla, atrapados en el morbo de ver morir a una joven de 23 años, influencer y empresaria, con la vida entera por delante. Sus gritos, sus últimos segundos, quedaron grabados, para siempre, como una advertencia cruel: aquí nadie está a salvo.

Al mismo tiempo, en la capital del país, Ximena Guzmán, una mujer brillante y comprometida, secretaria particular de nuestra jefa de Gobierno, Clara Brugada, fue asesinada en un ataque directo, planeado, cobarde, que se ejecutó a plena luz del día, sin miedo, sin huida, sin vergüenza. Ni el poder, ni las cámaras de seguridad, ni la visibilidad, la salvaron. Porque aquí, en este país, la vida de una mujer se puede arrebatar con impunidad, sin remordimiento.

La cobertura mediática de ambos crímenes, en lugar de encender la indignación nacional, parece más preocupada por generar clics a través del morbo: “¿cómo fueron asesinadas?”, “¿cuántos balazos recibieron?”, “el video de sus últimos momentos” o simplemente utilizarlo como golpeteo político.

¿Dónde quedó la dignidad? ¿Dónde quedó el llamado a la acción? ¿Dónde está la indignación por el hecho de que ninguna mujer está a salvo?, ¿Por qué convertimos la muerte de una mujer en espectáculo?

Valeria tenía miedo. Lo dijo. Lo denunció. Lo publicó. ¿Sirvió? No. Ximena trabajaba para una figura pública. ¿Sirvió? Tampoco. Nada las protegió. Nada detuvo las balas. Nada detiene este horror.

Y duele. Duele porque lo sabemos: mañana puede ser otra. Mañana podemos ser cualquiera de nosotras. Las niñas de Ecatepec. Las madres buscadoras en Sonora. Las estudiantes de Monterrey. Las mujeres que vamos al trabajo, que van a la universidad, que salimos a las calles. Que simplemente existimos.

La indiferencia mata tanto como las balas. Si no hacemos algo, si no gritamos hasta romper los muros patriarcales, todo quedará en el olvido. En archivos cerrados. Expedientes empolvados. Y nosotras, cada vez más solas, cada vez más expuestas.

La violencia feminicida no es un tema “de mujeres”. Es un país entero que sangra. Es una vergüenza nacional. Y es hora de que lo enfrentemos como tal.

Necesitamos incomodar. Necesitamos exigir. Necesitamos que a los criminales les tiemblen las manos y a los medios les arda la conciencia. Necesitamos que la sociedad se deje de preguntar “¿qué hacía ahí?” o “¿por qué se vestía así?” y empiece a preguntarse por qué seguimos normalizando este horror.

Porque si no lo hacemos, si no reaccionamos, porque si nos seguimos quedando calladas, si nos seguimos acostumbrando, lo siguiente que escuchemos podría ser nuestro propio grito de auxilio.

Diputada Federal

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