Nuestro cuerpo tiene memoria. Una memoria que no se borra con el tiempo ni con los discursos vacíos.

Las mujeres cargamos en la piel siglos de mandatos, miradas, violencias y silencios.

Desde niñas se nos instala un chip invisible: el del deber, la culpa y la complacencia.

Un sistema que nos enseña a cuidar a todos, menos a nosotras mismas.

Que nos entrena para resistir el dolor y nos castiga cuando decidimos dejar de soportarlo.

Ese aprendizaje no es natural: es impuesto.

Se hereda, se normaliza, se repite.

Y lo más doloroso es que la batalla muchas veces no es solo contra los hombres o las instituciones, sino contra las estructuras que nos formaron: madres, abuelas, familias y creencias que nos amaron desde la obediencia y no desde la libertad.

El patriarcado es tan astuto que logró que las mujeres fuéramos nuestras propias vigilantes.

Uno de los mandatos más crueles ha sido la maternidad impuesta.

Se nos dice que sin hijos la vida “está incompleta”, que solo a través de ser madres alcanzamos plenitud.

Nos repiten que sin maternar no somos mujeres “de verdad”.

Pero la maternidad, si no es elegida, es una forma de esclavitud emocional.

Y lo digo con claridad: la maternidad solo es hermosa cuando nace del deseo, no de la obligación.

Ser madre no es un deber: es una elección.

Y también debe quedar claro: decidir no ser madre no nos hace menos mujeres.

No nos quita valor ni propósito.

Hay mujeres que eligen su carrera, su tiempo, su libertad, y esa decisión es profundamente política y poderosa.

Porque todas aportamos desde distintos frentes: la crianza, la ciencia, el arte, la política o la lucha diaria por sobrevivir.

En la política, cada vez somos más las que alzamos la voz desde el poder público.

No llegamos por casualidad ni por concesión: llegamos porque abrimos camino en un mundo que durante siglos nos negó la palabra.

Y aunque falta mucho por recorrer, no daremos un paso atrás.

Seguiremos exigiendo respeto, igualdad y reconocimiento.

El cuerpo de las mujeres ha sido tratado como territorio público, como campo de batalla, como propiedad ajena.

Pero eso se acabó.

Ya no queremos sobrevivir: queremos vivir libres.

Ya no queremos callar: queremos que nuestra voz retumbe.

Porque nuestro cuerpo no es el diario de las exigencias sociales, sino el manifiesto vivo de nuestra resistencia.

Reconozco con orgullo a las mujeres jóvenes, a las nuevas generaciones que están rompiendo los moldes, los mandatos y los miedos.

Las que no heredan la culpa, sino la valentía.

Ellas son la prueba de que el futuro ya está aquí.

Mi compromiso, como legisladora y como mujer, es seguir luchando por todas las que aún no pueden hacerlo.

Por las que decidieron ser madres y por las que no.

Por las que marchan, por las que estudian, por las que trabajan, por las que aún buscan el valor de decir “no”.

Porque todas —cada una— merecemos vivir sin miedo, sin culpa y sin permiso.

Que la memoria del cuerpo ya no guarde dolor, sino libertad.

Y que esa libertad sea el legado que dejemos a las que vienen detrás.

Por eso, transformar sin miedo es un acto de justicia y de memoria. Es honrar a las que abrieron camino y seguirlo con la cabeza en alto. Porque la verdadera transformación empieza cuando una mujer se elige a sí misma y se atreve a cambiarlo todo.

Diputada Federal. LXVI Legislatura

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