En México, la violencia se ha vuelto un fenómeno tan cotidiano que apenas reaccionamos ante hechos que, en cualquier otra sociedad, provocarían indignación inmediata. El reciente informe “Galería del Horror: atrocidades y eventos de alto impacto registrados en medios” () revela que, durante 2024, 66 actores políticos fueron asesinados. Estas cifras, que deberían alarmarnos, tienen ejemplos terribles como el del alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos, cuya cabeza fue encontrada sobre el toldo de una camioneta. Estas tragedias reflejan cómo la violencia ha penetrado en el corazón de nuestra vida pública. Sin embargo, lo más inquietante es que estas noticias pierden relevancia rápidamente porque nos hemos acostumbrado a vivir rodeados de horror.

Más allá de la normalización social, lo más grave es cómo el crimen organizado ha tomado control de nuestra democracia. En 2024, las elecciones más grandes en la historia de México fueron manchadas por la influencia directa de grupos criminales que decidieron, con total impunidad, quien gobernaría. Cuando un candidato depende más del respaldo de un cártel que del voto ciudadano, la democracia pierde su esencia. Las urnas se convierten en un trámite irrelevante, y el poder real recae en quienes controlan la violencia y el dinero.

Este problema trasciende la frontera. Estados Unidos se erige como un crítico constante, utilizando cualquier oportunidad para exhibir su fuerza militar y amenazar con intervenciones bajo el pretexto de combatir a los cárteles. Sin embargo, estas declaraciones ignoran un hecho fundamental: los grupos criminales no operarían con la misma fuerza si no fuera por la demanda de drogas en el mercado estadounidense y el flujo constante de armas provenientes de ese país.

La violencia que sufrimos es producto de una responsabilidad compartida. Por un lado, México ha fallado en combatir la corrupción y garantizar el estado de derecho, permitiendo que los cárteles se infiltren en todos los niveles de gobierno. Por otro, Estados Unidos ha sido incapaz de controlar el tráfico de armas hacia el sur y de reducir significativamente el consumo de drogas que financia a estas organizaciones. Pretender que uno puede resolver el problema sin el otro es una ilusión peligrosa.

En lugar de perpetuar estrategias punitivas o retóricas belicistas, ambos países necesitan trabajar juntos en un plan integral. Es necesario cortar las fuentes de poder de los cárteles: sus finanzas, la colusión política, la impunidad y el acceso a armamento. Esto requiere cooperación binacional efectiva, con medidas concretas como la supervisión más estricta de la venta de armas en Estados Unidos y el fortalecimiento de instituciones judiciales en México.

El desafío es más urgente que nunca. Este año se celebrarán elecciones para elegir funcionarios en 251 municipios y, por primera vez, tendremos elecciones de magistrados, jueces y ministros del Poder Judicial Federal. Este proceso inédito se desarrollará bajo la sombra de una violencia que decide quién vive y quién muere.

Si no reconocemos que la solución debe ser conjunta, seguiremos atrapados en un ciclo de violencia e impunidad. Mientras el gobierno mexicano enfrenta el problema con respuestas débiles y evasivas, el gobierno estadounidense se aprovecha de la crisis para justificar sus intereses geopolíticos. Es hora de que ambas naciones asuman su parte de la responsabilidad y trabajen en construir una estrategia realista y compartida.

El futuro de México no debe estar dictado por el miedo ni por la voluntad de criminales, sino por la capacidad de nuestras instituciones y la cooperación efectiva con nuestros vecinos. Solo así podremos garantizar un verdadero proceso democrático y recuperar la esperanza de una sociedad justa y segura. (Colaboró René Gerez López)

Presidenta de Causa en Común

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